Page 107 - Luna de Plutón
P. 107
Una vez hubo llegado Hathor (esta vez vestido), emprendieron la marcha a las
colinas verdes, donde estaba el hogar de los chicos, y de ahí por un largo sendero que
se perdía como una larga serpiente de cal en las montañas, en dirección al pueblo.
Knaach se percató de que en todo el día no hubo una sola nube en el cielo (fenómeno
bastante raro, estando tan cerca del mar) y que ya la tarde estaba avanzada, puesto que
el cielo, poco a poco, iba cobrando un tono naranja espeso. El espectro de Saturno se
hacía cada vez más intenso. La brisa se estaba volviendo más fría. El delgado hilo de
humareda negra que había visto horas atrás se había convertido ahora en un intenso
vapor que llegaba hasta el cielo, coronando el ras del valle con visiones de tejados
puntiagudos y clásicas chimeneas altas con forma de lanza, y molinos.
En el pueblo había una cantidad más bien mediana de gente, todos elfos, altísimos,
con rostros angulosos, quijadas puntiagudas, ojos rasgados y de colores amarillentos,
azules y verdes, cabellos amarillos o intensamente plateados y largos, parecían
versiones humanas de Knaach. Uno de ellos cargaba sobre su hombro dos barriles
amarrados uno sobre otro y, con la otra mano, llevaba un puño de cadenas que
arrastraban una enorme carreta, que estaba llena de utensilios de campo, hebillas y
pacas de heno. El lugar era extremadamente limpio, y las casas parecían estar bañadas
de una laca que las hacía brillantes, los jardines eran preciosos e impecables, las flores
estaban ordenadas por color y tamaño, las frutas colocadas en cestos alrededor de las
aceras para ser tomadas sin costo alguno.
Los faros de bombillas redondas y grandes estaban ya encendidos, el cielo se
había tornado rojizo. No tardaron en llegar hasta el centro de la ciudad, abierta por
una inmensa redoma de adoquines con una gran fuente en medio, que daba paso a un
palacio enorme, que sobresalía entre todo el pueblo.
—Pues aquí estamos ya —anunció Hathor.
—Vamos a tocarles la puerta.
Caminaron por la larga alfombra roja hasta estar frente a la inmensa plancha de
madera dividida en dos. El hermano mayor tocó la puerta tres veces. De haberlo
hecho un poco más, la madera seguramente se habría astillado bajo sus nudillos.
Se escucharon unos pasos lentos, seguido por la seca rosca de un alargado
resquicio que se abrió de golpe en la madera, dejando ver un par de ojos amarillos.
—¿Sí?
—¡Venimos a ver a los bichos! —exclamó Hathor.
—Venimos a visitar a los leones —lo interrumpió Knaach—. Como puede usted
apreciar, tengo interés en hablar con ellos.
Aquella mirada penetrante se posó en el felino, revisándolo desde las patas hasta