Page 108 - Luna de Plutón
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el hocico.

       El resquicio se cerró de golpe y la puerta se abrió. Un elfo anciano pero con el
  porte de un rey, delgado, vestido con prendas negras y plateadas, de frente amplia y

  arrugada, patillas largas y cabello igualmente largo y atado en trenzas, los recibió.

       —Puede pasar usted, pero los chicos se tienen que quedar afuera.

       —¡Awww! ¿Por qué no podemos? —chilló Pisis, molesta.
       —Porque no tienen invitación, a menos que hayan traído regalos y agasajos.

       —¿Regalos y agasajos? —preguntó el león, incrédulo.

       —Sí.  Es  la  única  forma  en  que  los  leones  conceden  una  breve  audiencia.  Lo

  siento, pequeños, pero las reglas son las reglas.
       —Disculpe, pero ¿no podrían acompañarme aun si yo lo quisiera?

       —Llevo cuarenta años tratando y atendiendo a los leones, y sé bien que no les

  agradará. A usted, sin embargo, le permito el paso sin problemas al palacio, pues aun
  cuando  ha  llegado  de  forma  inadvertida,  sé  que  a  ellos  les  interesará  conocerlo.

  ¿Puedo saber su nombre, si es tan amable?

       —Knaach de Ravencourt III —gruñó Knaach, de mala gana, y desanimado por
  aquella diplomacia tan fría y arrogante.

       —Bien, pase usted, por favor.

       El león le dio la espalda al mayordomo y encaró a los tres pequeños elfos.

       —Espérenme en la fuente, algo me dice que no estaré mucho tiempo en este lugar.
       —¡Upa upa! —contestó Hathor en confirmación.

       —Nosotros  iremos  a  zampar  un  helado  por’  ay’.  Te  veremos  cuando  salgas,

  Krang.

       —Knaach, bestia atolondrada —corrigió el león—. Me llamo Knaach.
       Los niños rieron y se marcharon.

       El mayordomo (que aún inspeccionaba a Knaach con ojo crítico y talante curioso)

  acabó de abrir las puertas haciendo un gesto educado con la cabeza.
       El lugar era enorme, las paredes de piedra lijada, y el gran pasillo que se abría al

  frente estaba rodeado por armaduras de hierro, con los brazos extendidos arriba y al

  frente,  sosteniendo  una  espada  cuya  punta  tocaba  la  de  la  armadura  de  adelante,

  haciendo  un  largo  camino  reverencial  propio  de  un  monarca.  Más  allá,  las  anchas
  escaleras se dividían en dos, y se entrelazaban hasta llegar al piso de arriba, que estaba

  coronado por una pared con un gigantesco retrato de una corona dorada, perlada en

  sus puntas por diamantes ovalados.

       Al pasar por el camino de las armaduras, subir las escaleras y caminar por el largo
  pasillo lleno de ventanales, llegaron, por fin, a las puertas de la Sala Real.
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