Page 156 - Luna de Plutón
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—¿Por qué? Si es solo el principio de la verdad, ya debería haberles dicho lo que
realmente son, pero mejor me contengo porque hay niños aquí.
—¡Eres un patán! ¡Un patán y un vagabundo! —contestó entonces—. Y no
queremos que vuelvas al palacio nunca más, porque de ahora en adelante te lo
prohibimos.
—¿Ah, sí?
Knaach levantó una pata y les mostró el dedo medio.
Hermoso gritó de forma estruendosa, Precioso se llevó las patas a los ojos. Acto
seguido ambos leones arrastraron a los tres elfos hacia ellos, aplastándolos contra sus
regazos, como intentando protegerlos, tapándoles los ojos.
—¡Eres un grosero, un bruto y un salvaje! —le recriminó Hermoso—. No
deberías ser un león, sino un buitre.
—Si todos los leones son como ustedes entonces ¡no debo ni quiero ser un león!
—No tienes clase, no tienes modales, no tienes decencia ni buenas costumbres,
tampoco eres cortés: eres un monstruo despreciable con modales de ogro.
Los chicos parecían bastante sofocados por el abrazo de los felinos.
—Oh, pues por mí, pueden irse al diablo.
—¡No nos vuelvas a dirigir la palabra nunca más en tu vida! —exigió Hermoso.
—¡NUNCA MÁS! —repitió Precioso.
Los tres leones giraron sus cabezas en diferentes direcciones, estableciendo, desde
ese mismo instante, una dura ley de hielo. Hathor volvió lentamente al lado de
Knaach, mientras que los otros dos chicos se quedaron justo donde estaban. No
volvió a pronunciarse una sola palabra durante el resto del viaje, que, para fortuna de
todos, duró apenas treinta segundos. El lío no había hecho advertir a nadie que la
carroza se había detenido. El mayordomo abrió la puerta, y lo que vieron tras los
delgados y anchos hombros del elfo, fue una hermosa pradera verde.
—Ya pueden descender los excelentísimos leones y sus invitados, los tres niños y
su noble acompañante Knaach.
Knaach y los chicos fueron los primeros en bajarse, mientras que Hermoso y
Precioso no ocultaron su disgusto ante el mayordomo, quien se subió para colocarles
unos delicados guantes de seda en las patas para que pisaran el pasto.
Panék ya había colocado un mantel de cuadros bajo un árbol, y de su brazo
colgaba una gigantesca canasta.
—Como todos acabamos de desayunar, esperaremos un par de horas antes de
almorzar. Pueden ir a jugar por ahí…
—¡Ufa! —exclamó Pisis, corriendo tras sus dos hermanos.