Page 160 - Luna de Plutón
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impúdica, violenta, salvaje, bochornosa y depravada!
Kann elaboraba unas anotaciones sobre una libreta negra.
—Interesante —murmuró—, muy interesante…
—¿Pero qué ES interesante? —le reprochó Precioso—. ¡Nos ha insultado y
humillado!
—Oh, perdonen —se excusó, guardando la libreta en uno de los bolsillos de su
largo abrigo—. Deben comprender, excelentísimos y fabulosos lords, que nuestro
amigo Knaach está bajo una intensa presión por haber perdido su rumbo al caer aquí.
—¡No es nuestro amigo! —gritaron los dos al mismo tiempo.
—Oh, vamos, no sean así con él. ¿Acaso no saben que en el perdón y la
magnanimidad está la gloria de los grandes reyes como ustedes?
Hermoso y Precioso se vieron las patas (aún enguantadas por seda) y sacudieron
sus melenas con expresiones sobradas.
—Solo denle un poco de tiempo, y posiblemente se disculpe con ustedes. Mientras
tanto, no lo hagamos sentir más miserable de lo que ya es.
—Los brutos como él no poseen la cualidad de arrepentirse.
—Debe estar celoso de nosotros…
—Ya, ya —los tranquilizó—. Ahí llegan.
—¡No quiero que se siente junto a nosotros!
—Sí, dile que se siente del otro lado de la manta.
Tras Panék, aparecían Pisis y Tepemkau, quienes, recordando cada palabra que les
había inculcado su padre sobre los buenos modales y la educación que debe tenerse
especialmente en la mesa ajena, se sentaron, en armonía, a los lados de la manta de
cuadros, con las piernas cruzadas. Knaach y Hathor, quien todavía estaba montado
sobre el león, llegaron un poco después, y, tal como se lo habían pedido Hermoso y
Precioso, Kann lo ubicó a él y al niño del lado opuesto de la manta donde estaban
ellos. Todo estaba servido sobre unos sendos platos aplanados. Las galletas, de
diferentes colores y variadas formas, tenían un aspecto delicioso.
—Bueno, ya podemos empezar a comer.
Tepemkau y Hathor fueron los primeros en echar mano y llevarse unas galletas a
la boca, los sonidos guturales de los dos niños, indicando que los bocados estaban
sabrosos, no se hicieron esperar.
—Veo que les agradan las galletas —observó Kann—. Me alegra mucho, porque
las horneó Hermoso. Aquella última palabra había hecho que Knaach, quien estaba a
punto de tomar una, se detuviera, quitara su pata, y, de forma tozuda y con el ceño
fruncido, girara la cabeza hacia la derecha.