Page 164 - Luna de Plutón
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Knaach pensó que aquello debía significar una verdadera tortura para Hathor, pues

  su  sentido  de  la  audición,  si  bien  era  el  más  poderoso,  debía  ser  también  el  más
  sensible. Aun cuando el chico tenía una expresión estoica, el león no pudo dejar de

  sentirse  preocupado  especialmente  por  él.  El  pequeño  elfo,  sintiéndose  observado,

  giró  la  cabeza  para  verlo.  La  expresión  ceñuda  de  su  rostro  cambió  a  una  sonrisa

  flexible y colocó una mano sobre la cabeza del león.
       —No te asustes —le susurró.

       Acercó su hocico al oído puntiagudo del elfo.

       —¿Sabes qué es lo que está pasando?

       —Sí  —le  contestó  al  oído—.  ¿Recuerdas  la  nave  espacial  en  la  que  escapó
  Metallus Titanium? De la que hablaron tanto en el noticiero… Parece que los radares

  la han detectado en la órbita de Titán, están aquí…

       Todos los elfos estaban en la calle, corriendo a uno y otro lado, intentando salvar
  las  pertenencias  de  sus  negocios,  llevándose  a  la  calle  maletas  y  bolsos  con  ropa,

  llenando barriles con agua. Panék derribó un cerco, entró con su tractor por el jardín

  de una casa, y con ello se metió en Hamíl, salvando así por lo menos cinco minutos de
  camino.

       —Papá, papá, ¿qué pasa?

       No contestaba.

       Llegaron  al  centro  del  pueblo,  la  fuente  que  precedía  al  palacio  donde  vivían
  Hermoso y Precioso estaba vacía, y dentro del estanque, había una enorme compuerta

  abierta,  por  donde  los  elfos  descendían  ordenadamente  con  sus  niños  en  una

  larguísima  fila  que  terminaba  al  otro  extremo  de  Hamíl.  Las  puertas  del  palacio

  estaban  abiertas,  sin  embargo,  no  había  una  fila  para  entrar  ahí,  aun  cuando
  ocasionalmente  corrían  adentro  elfos  vestidos  con  imponentes  uniformes  militares.

  Panék detuvo el tractor a media marcha y saltó al suelo. Una vez ahí, ayudó a sus hijos

  a bajarse.
       —Quiero que se unan a algún adulto en la fila para entrar al refugio.

       —Pero papá, ¿qué pasa?

       —¡No me hagan preguntas!

       Kann,  el  mayordomo,  se  asomó  a  la  entrada  del  palacio,  y  escudriñó  con  su
  mirada el panorama.

       —¡Panék!

       —¡Ya voy! —gritó este, levantando un brazo.

       Se puso en cuclillas para estar a la altura de la cara de sus hijos, su mirada era más
  brillante, más salvaje que nunca.
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