Page 163 - Luna de Plutón
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colocarse  un  pantalón  pijama  bastante  más  largo  que  sus  piernas.  Se  acostó  en  su

  cama, y lo consoló bastante la idea de saber que el sonido de la lluvia lo ayudaría a
  conciliar el sueño bastante rápido. Tepemkau colocó la boca de una tacita sobre la vela

  de la mesa de luz que había al lado de su cama, y el cuarto quedó a oscuras.

       —Buenas noches.

       —Buenas noches.
       —Buenas noches —contestaron Hathor y Knaach al mismo tiempo.

       Un  resonante  trueno  estalló  afuera,  transformando  la  penumbra  en  una

  enceguecedora  luz  blanca.  Pero  aun  pesar  de  ello,  todos  se  quedaron  dormidos  en

  pocos minutos.












       —¡DESPIERTEN! —bramó Panék—. ¡DESPIERTEN YA!
       La lluvia había cesado, a través de la ventana empañada solo se veía una profunda

  y densa niebla. Knaach tenía un fuerte dolor de cabeza, sentía que el cráneo podría

  estallarle en cualquier momento, y todo se debía a aquel horrible, ensordecedor ruido:
  una alarma, una alarma que había empezado a sonar en intervalos repetitivos, y que

  por alguna razón, le infundía un temor cada vez más grande. Hathor se despertó sin

  esfuerzo, asustado, Tepemkau y Pisis lo estaban aún más.

       —¿Qué pasa, papá?
       —¡Cállate y vístanse, no pierdan el tiempo!

       El león saltó de la cama, consternado, tardó pocos segundos en caer en cuenta que

  él no tenía que hacer algo como vestirse. Una vez que los chicos estuvieron listos, los

  siguió a la sala de la casa. Desde ahí, la ensordecedora alarma se escuchaba todavía
  con  mayor  potencia.  Panék  ya  había  abierto  la  puerta  de  la  casa,  afuera,  el  tractor

  estaba encendido, se sentía el desagradable olor a gasolina, el motor de la máquina se

  escuchaba  como  un  tosido  leve,  muy  al  fondo.  Hathor  puso  sus  manos  en  los
  hombros de Pisis, quien, con el pelo despeinado y vestida con el primer trapo que

  pudo encontrar, estaba empezando a llorar. El padre estaba ya al volante, y les hacía

  señas con las manos, ordenándoles subir cuanto antes, sin importar que la puerta de la

  casa quedase abierta. Una vez subidos todos, se pusieron en marcha, alejándose de la
  histriónica alarma de cisterna del hogar, para acercarse a otra todavía más estruendosa,

  que venía del pueblo.
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