Page 165 - Luna de Plutón
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—Nos veremos pronto.

       Esas palabras alteraron mucho a los niños, de cuyos ojos amarillos empezaron a
  correr lágrimas. Pisis rodeó el cuello de Panék con sus brazos, Tepemkau se llevó el

  antebrazo a los ojos, girando la cabeza. Hathor estaba ceñudo, como resistiéndose.

       —¿A dónde vas, papá?

       Panék abrió los brazos, y rodeó con ellos a los tres niños, juntando su frente con
  la de ellos.

       —Voy a estar bien, vayan todos a la fila. No pierdan el tiempo.

       Se puso de pie, y observó a Knaach severamente, como siempre lo hacía.

       —Tú, peludo, ve con ellos, y cuídalos.
       Se dio media vuelta, y corrió velozmente hasta desaparecer en las puertas abiertas

  del palacio, seguido por Kann. Parecía que todos habían olvidado, por momentos, que

  la horrible alarma seguía sonando, todos los elfos, en la fila, veían al cielo, asustados.
  Esperando que lo más terrible sucediera.

       Knaach entonces comprendió algo que le había estado dando vueltas en la cabeza

  desde que Panék les ordenó entrar al refugio del pueblo. La razón por la que él no se
  había dedicado a construir una guarida en su hogar durante todo ese tiempo, era nada

  menos que el Dedo del Diablo, el arma más terrible de los ogros. A eso le temían. Un

  solo  elfo  no  podría  tener  un  sótano  lo  suficientemente  profundo  en  su  casa  para

  protegerse del paso de un rayo tan horrible. El león se juró a sí mismo que si los ogros
  eran  capaces  de  cometer  semejante  abominación  contra  el  pueblo,  él  mismo  los

  odiaría para siempre, con o sin Claudia.

       —Bueno, vamos a unirnos a algún adulto —dijo entonces—. Preferiblemente que

  ya esté cerca de la entrada al refugio, claro. Así que andando.
       Se sintió acompañado por Tepemkau y Pisis, quien seguía enjugando sus lágrimas,

  pero algo, tal vez su sexto sentido felino, le hizo girar la cabeza para ver detrás de él.

  Hathor no se había movido un solo centímetro. Seguía clavado ahí, serio, con ojos
  peligrosos, y los puños bien cerrados.

       —Hathor, ¿qué pasa?

       —¡No! —gritó el niño—. ¡No voy a huir! ¡Nunca!

       Justo en ese momento, corrió, como expulsado por una gran energía, al palacio.
       —¡HATHOR! ¡HATHOR! ¿Cómo que huir? ¡Ay, demonios!

       Knaach empezó a trotar tras él, sintiendo que era seguido por Pisis y Tepemkau.

       —¡Eh, ustedes dos! —gritó, volteando la cabeza—. ¡Vayan a la fila!

       Pero,  como  no  podía  detenerse  para  confrontar  a  los  dos  hermanos  porque  no
  quería  perder  de  vista  a  Hathor,  supo  que  no  lo  obedecerían.  Llegó  a  la  entrada,
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