Page 161 - Luna de Plutón
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El gesto pareció ofender todavía más a Hermoso, quien no ocultó su disgusto con

  una mirada de superioridad.
       —¿No  vas  a  comer  galletas,  peludo?  —preguntó  Panék,  viendo  gravemente  a

  Knaach.

       —No, el hambre se me ha ido por completo.

       —Pues te estás perdiendo de algo muy bueno —insistió Hathor.
       —No importa. No me gustan las galletas —aseveró, con dignidad.

       —Pues mejor así —atajó Precioso—. Las comerán quienes en verdad las aprecien.

       —Yo, yo las aprecio mucho —intervino Pisis.

       —Pisis, no comas con la boca abierta y mastica antes de tragar.
       Nadie parecía haberse dado cuenta de que una enorme nube negra se aproximaba

  en el horizonte. De súbito, un gigantesco relámpago restalló y luego hizo temblar la

  tierra. Una galleta resbaló de la mano de Tepemkau, los platos vibraron.
       —Me temo que el picnic se ha acabado, niños. Recojamos y regresemos a casa.

       —¡Oh,  es  una  desgracia!  —se  quejó  Hermoso,  quién  había  estado  viendo

  orgulloso cómo se comían sus galletas—. Nos ha arruinado el día.
       —¡Genial! —exclamó inmediatamente Knaach, corriendo hacia la carroza.

       Los imponentes caballos, quienes zarandeaban sus cuernos al aire y agitaban sus

  colas nerviosamente, estaban empezando a encabritarse.

       —Lamento mucho verlo triste, señor Hermoso. Sus galletas son fabulosas, como
  siempre.

       —Sí, Tepemkau piensa lo mismo. Superfabulosas.

       —Gracias, niños.

       Entre Panék y el mayordomo no tardaron un solo minuto en recoger la manta y las
  canastas.  Para  cuando  la  furiosa  lluvia  empezó  a  azotar  las  colinas,  la  carreta  ya  se

  había puesto en marcha.

       Knaach,  viendo  por  una  ventana,  pensó  que  los  climas  tormentosos  cambiaban
  drásticamente  la  cara  de  Titán,  pues  de  ser  una  tierra  de  suaves  tonos  verdes  y

  paradisíacos, pasaba a ser un blanco innatural que lo tragaba todo, una neblina espesa

  que no dejaba ver nada más allá de la nariz. Supuso que los elfos debían orientarse

  por una especie de desarrollado sexto sentido para guiar la carroza a través de esa gran
  nada, teniendo, a la vez, la suficiente fuerza para controlar a las enormes bestias, a

  quienes les aterraba no poder ver el suelo que estaban pisando, como si sintieran que

  el próximo paso los llevaría a caer por un abismo. De igual forma sucedía con Hamíl;

  de ser un acogedor pueblo rural, con casas y edificios levantados en madera, y que
  parecían  grandes  obras  artesanales,  se  transformaba,  de  pronto,  en  un  lugar  frío,
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