Page 172 - Luna de Plutón
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Se  escuchó  un  esponjoso  ruido  de  descompresión,  todos  subieron  sus  cabezas

  para ver que, desde el borde del piso de arriba, salía expulsada una fría nube de vapor
  y,  al  poco  tiempo,  el  padre  de  los  chicos,  viéndolos  con  el  ceño  fruncido,  la  boca

  describiendo  una  raya  recta  y  cruel  y  una  mirada  terrible.  Como  si  lo  intuyera,  lo

  sintiera  y  de  previo  aviso  lo  supiera,  observó  primero  a  Hathor  como  el  principal

  responsable de la desobediencia. Panék pasó de largo entre los niños, caminó hasta un
  pasillo, apretó un botón en la pared, y una plancha metálica de forma óvala se levantó.

       —Síganme —ordenó.

       Dentro del cuarto, que más bien parecía una celda, que solo tenía cuatro paredes y

  una silla en el medio, el elfo los esperaba, sentado en ella, firme. Su cabello dorado
  caía  entre  sus  largas  orejas  puntiagudas.  Al  ver  aquello,  los  niños  se  pusieron

  inmediatamente nerviosos.

       —Peludo  —llamó,  con  voz  severa.  Knaach  caminó  y  se  sentó  a  unos  pasos
  delante de él.

       —Dime cómo fue todo.

       El león le contó paso a paso todas las cosas que habían pasado desde que él se fue
  hasta que abordaron La Anubis. Hermoso y Precioso estaban a un lado, escuchando,

  con  rostros  lastimeros.  Cada  vez  que  Panék  giraba  la  cabeza  para  observarlos,  los

  leones bajaban la cabeza.

       —Vengan  acá  los  tres  —dijo  finalmente  a  los  niños,  cuando  Knaach  hubo
  terminado su historia.

       Pisis  fue  la  primera  de  la  fila  en  acercarse  a  su  padre,  haciendo  pucheros  y

  soltando la trenza que anudaba sus pantalones. Se acostó boca abajo sobre las piernas

  de su padre.
       —Diez  por  desobediencia  —dijo  este,  justo  antes  de  empezar  a  darle  sendas

  nalgadas que sonaban como estrepitosas cachetadas.

       Knaach se dio cuenta de que Panék tenía la mano extremadamente dura, pues Pisis
  comenzó a llorar a la segunda nalgada. Una vez hubo terminado con ella, y esta se

  bajó con dificultad, llorando, y sobándose el trasero, seguía Tepemkau, quien con una

  valentía  que  dejaba  mucho  que  desear,  ya  había  empezado  a  hacer  pucheros,

  sollozando.
       —Diez por desobediencia —repitió Panék, reiniciando la tunda.

       Knaach  bajó  la  cabeza  apenado,  pues  la  desobediencia  por  la  que  los  estaba

  castigando era por no haberle hecho caso a él, cuando les ordenó que regresaran a la

  fila para entrar al refugio de Hamíl. Pero eso no fue nada con el dolor interno que
  sintió cuando llegó el turno del último chico, el que él más apreciaba.
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