Page 187 - Luna de Plutón
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—Escuche,  Panék,  no  hay  necesidad  de  llevar  las  cosas  tan  lejos.  Decidimos

  esconder la Tungstenio en este lugar porque a su excelencia le pareció el mejor sitio
  para escapar de la Hermandad Federal —intervino Rockengard, levantando la palma

  de  su  mano—.  Y  en  cierto  punto,  tenía  razón;  nadie  nos  ha  buscado.  Estamos

  conscientes de que no coinciden con nosotros en que la sentencia del tribunal de la

  Hermandad Federal fue injusta, y respetamos su punto de vista, así que sin mayores
  complicaciones podríamos retirarnos a cualquier otro lugar.

       Panék observó a Rockengard como un gato enfurecido a una rata.

       —No —contestó—. Ustedes han invadido el espacio aéreo de Titán y van a ser

  destruidos.
       Kann observó con pesadez a Panék.

       —¿No deja entonces otra opción que no sea el combate, señor? Ustedes los elfos

  son, entre otras muchas cosas, brillantes estrategas, y por eso sé bien que debe usted
  saber  que  nuestra  nave  supera  ligeramente  a  la  suya  en  tamaño,  y  también  en  el

  número de salidas de torpedos, lo que es sin dudas una dura desventaja para ustedes.

  Le  ruego  que  lo  reconsidere,  Shah.  El  combate  puede  traer  un  desenlace  fatal  para
  ambos. Los ogros no queremos pelear.

       Panék ignoraba por completo a Rockengard, sus pupilas pequeñas y negras, que

  en la pantalla se veían enormes y demenciales, como piscinas de ácido entre el iris

  amarillo, se centraban en Metallus.
       Este,  a  su  vez,  lo  veía  de  vuelta,  con  la  comisura  de  los  labios  hacia  abajo,  y

  mirada inescrutable. Kann se acercó a la silla.

       —Panék, escucha a los ogros, te están pidiendo una salida, no…

       —¡CÁLLATE! —vociferó Panék, al mismo tiempo que los otros elfos bajaban la
  cabeza, como gatos—. ¡Estás relevado, Kann! ¡Largo de aquí!

       Los ogros veían todo a través de la pantalla, en silencio.

       El  anciano  elfo  miró  por  segundos  a  Panék,  primero  con  enojo,  y  luego  con
  tristeza. Se encogió de hombros, se dio media vuelta y, firmemente, caminó hasta la

  puerta del ascensor.

       —¡Escúchame, Panék! —exclamó Metallus, quien se ponía de pie y se acercaba a

  la pantalla.
       Kann se detuvo en seco, antes de subirse al elevador, posando su mano sobre el

  panel de vidrio que tenía en frente.

       —¡La diplomacia nunca ha sido mi fuerte y hoy tampoco es la excepción! ¡Pero te

  diré algo de hombre a hombre! Si vas a llevar a tus soldados y a tu nave a un combate
  solo por lo que sucedió aquella vez con tu esposa, con Marion… (Al oír aquel nombre
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