Page 269 - Cementerio de animales
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Después de hablar con Rachel, Jud se puso una chaqueta ligera —el sol se había
nublado y se había levantado viento— y cruzó la carretera en dirección a la casa de
Louis, no sin antes mirar con precaución a derecha e izquierda, por si venía algún
camión. Los camiones tenían la culpa de todo. Los condenados camiones.
Pero no era eso.
Sentía como si Pet Sematary y lo que había más allá tirase de él. Pero si antes de
aquella llamada era como un atractivo arrullo, una voz que prometía consuelo y un
cierto poder, ahora su mensaje era más sordo y tenebroso: algo hosco y amenazador.
«No te mezcles en esto, tú.»
Pero él no podía mantenerse al margen; era responsable de muchas cosas.
Jud vio que el Honda Civic de Louis no estaba en el garaje. Allí no había más que
el Ford grande, cubierto de polvo, como si hiciera mucho tiempo que no se usara.
Probó la puerta trasera de la casa y la encontró abierta.
—¿Louis? —llamó, seguro de que Louis no podía contestar, pero deseoso de
romper el silencio de aquella casa. Oh, eso de hacerse viejo empezaba a ser una lata,
tenía los brazos y las piernas torpes y pesados, no podía estar ni dos horas trabajando
en el jardín sin que la espalda le martirizara, y si era la cadera, a veces le parecía que
un berbiquí se la estaba taladrando.
Jud empezó a recorrer la casa metódicamente, buscando las señales que tenía que
buscar: «El atracador más viejo del mundo», pensó sin mucho humor, mientras
registraba. No encontró ninguna de las huellas que le hubieran alarmado realmente: ni
cajas de juguetes que a última hora no se hubieran entregado a beneficencia, ni ropa
de niño disimulada detrás de una puerta, en un rincón del armario, ni debajo de una
cama… ni, lo que hubiera sido peor, la cuna montada de nuevo en la habitación de
Gage. Absolutamente ninguna de las señales que él buscaba. No obstante, se notaba
en la casa un desagradable vacío que de un momento a otro tuviera que llenarse de…
en fin, de algo.
«Quizá no estaría de más que me diera una vuelta por el cementerio de
Pleasantview. A lo mejor allí hay novedades. Podría tropezarme con Louis Creed e
invitarle a cenar o algo así.»
Pero el peligro no estaba en el cementerio de Bangor, sino allí, en aquella casa, y
detrás de ella.
Jud salió y volvió a cruzar la carretera. Ya en su casa, sacó del frigorífico un
paquete de seis cervezas y lo llevó a la sala. Se sentó delante del mirador orientado a
casa de los Creed, abrió una cerveza y encendió un cigarrillo. Mientras caía la tarde,
el pensamiento de Jud empezó a discurrir hacia atrás, como solía hacer durante los
últimos dos o tres años, describiendo órbitas cada vez más amplias. De haber sabido
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