Page 271 - Cementerio de animales
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               Mientras  Jud  Crandall,  sentado  en  su  mecedora,  acechaba  el  regreso  de  Louis
           desde el mirador y mientras Rachel y Ellie viajaban por la autopista hacia la casa de

           los Goldman (Rachel, mordiéndose las uñas, sin poder sustraerse a la angustia y Ellie,
           pálida como una muerta), Louis consumía una copiosa e insípida cena en el comedor
           del Howard Johnson.

               La comida era abundante y sosa: exactamente lo que le pedía el cuerpo. Ya había
           oscurecido. Los faros de los automóviles parecían dedos que palparan las sombras.

           Louis engullía la comida. Un bistec. Una patata al horno. Una fuente de judías de un
           verde chillón y artificial. Un trozo de tarta de manzana con un copete de helado a
           medio derretir. Louis estaba en una mesa de un rincón, observando a los que entraban
           y  salían,  mientras  se  preguntaba  si  vería  a  algún  conocido.  En  el  fondo,  casi  lo

           deseaba. Le harían preguntas —«¿Y Rachel? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo estás?»— y
           quizá las preguntas traerían complicaciones, y quizá eran complicaciones lo que él

           estaba deseando. Una escapatoria.
               Y, efectivamente, cuando Louis terminaba su tarta de manzana y la segunda taza
           de café, entró una pareja conocida, Rob Grinnell, un médico de Bangor y Bárbara, su
           bonita esposa. Él deseaba que le vieran, sentado a aquella mesa individual del rincón,

           pero la camarera los llevó a los divanes del otro lado del comedor, y Louis los perdió
           de vista y sólo de vez en cuando divisaba fugazmente el pelo prematuramente gris de

           Grinnell.
               La camarera le trajo la cuenta y Louis la firmó, anotó el número de su habitación
           debajo de la firma y salió por la puerta lateral.
               Fuera soplaba un fuerte vendaval con un rugido constante que hacía zumbar de

           modo extraño los cables de la electricidad. No había estrellas y se intuía en las alturas
           un desfile de nubes a gran velocidad. Louis se quedó unos momentos plantado en la

           acera, con las manos en los bolsillos y la cara al viento. Luego, dio media vuelta,
           subió a su habitación y conectó el televisor. Aún era temprano para hacer algo en
           serio, y no se sabía lo que podía traer aquel viento. Ponía nervioso.

               Louis vio cuatro horas de televisión, ocho telefilmes de un tirón. Hacía mucho
           tiempo  que  no  pasaba  tanto  rato  delante  del  televisor.  Le  pareció  que  todas  las
           protagonistas  eran  lo  que  él  y  sus  amigos  de  la  escuela  secundaria  llamaban

           «calientabraguetas».
               En Chicago, Dory Goldman exclamaba: «¿Que quieres volver? ¿Por qué, hijita?
           ¡Si acabas de llegar!»

               En Ludlow, Jud Crandall, sentado en su mirador, fumando y bebiendo cerveza,
           repasaba su álbum de recuerdos mientras esperaba el regreso de Louis. Más tarde o
           más  temprano,  Louis  tenía  que  volver  a  casa,  lo  mismo  que  la  perra  "Lassie"  de



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