Page 276 - Cementerio de animales
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               Los árboles no eran más que sombras que desfilaban sobre el fondo de las nubes
           iluminadas por las luces del cercano aeropuerto. Louis aparcó el Honda en Mason

           Street, que discurría a lo largo del lado sur del cementerio. El viento era tan fuerte
           que casi le arrancó la puerta de la mano y Louis tuvo que empujar con fuerza para
           cerrarla. El viento le azotó el faldón de la chaqueta cuando él se inclinó para abrir el

           maletero del Honda y sacar las herramientas que había envuelto en un trozo de lona.
               Antes  de  cruzar  hacia  la  reja  de  hierro  forjado  que  circundaba  el  cementerio,

           Louis  se  paró  en  el  bordillo,  en  una  zona  de  sombra  entre  dos  farolas,  mirando  a
           derecha e izquierda, por si se acercaba algún coche. Si podía evitarlo, no quería ser
           visto, aunque el otro no se fijase en él. A su lado, gemían las ramas de un viejo olmo,
           sacudidas por el viento.

               Dios, y qué asustado estaba. Aquello no era un trabajo ímprobo. Era un trabajo
           demencial.

               No  había  tráfico.  En  Mason  Street  las  farolas  estaban  alineadas  en  perfecta
           formación proyectando círculos de luz sobre la acera en la que, durante el día, a las
           horas de salida de la escuela primaria Fairmount, los chicos iban en bicicleta y las
           niñas saltaban a la comba o jugaban a la rayuela, sin reparar en el cementerio, salvo

           quizá en vísperas de Todos los Santos, en que el recinto adquiría un tétrico encanto.
           Algunos  se  acercaban  a  colgar  un  esqueleto  de  papel  en  la  alta  reja  de  hierro,

           mientras repetían entre risas ahogadas los viejos chistes de siempre: «Es el sitio más
           popular  de  la  ciudad;  la  gente  se  muere  por  entrar.  ¿Por  qué  está  feo  reír  en  el
           cementerio? Porque hay un silencio sepulcral.»
               —Gage —murmuró Louis. Gage estaba allí dentro, detrás de la reja de hierro,

           injustamente prisionero, bajo una capa de tierra oscura, y eso no era un chiste.
               «Te sacaré de ahí, Gage —pensó—. Te sacaré, muchacho, o moriré en el intento.»

               Louis  cruzó  la  calle  con  el  pesado  fardo  en  los  brazos,  subió  a  la  otra  acera,
           volvió a mirar a uno y otro lado y arrojó el fardo por encima de la reja. Se oyó un
           leve  tintineo  cuando  el  paquete  cayó  al  otro  lado.  Louis  se  frotó  las  manos  para

           sacudir el polvo y echó a andar, después de tomar un punto de referencia. De todos
           modos, aunque se desorientara, no tenía más que seguir la cerca por la parte de dentro
           hasta situarse frente al Civic y daría con el sitio.

               Pero ¿estaría abierta la verja a aquella hora?
               Siguió por Mason Street hasta la señal de stop. El viento le empujaba haciéndole
           apretar el paso. Sombras bailaban y se entrelazaban en la calzada.

               Dobló por Pleasant Street, siempre siguiendo la reja. Los faros de un coche se
           acercaban y Louis se detuvo, disimulándose detrás de un olmo. No era un coche de la
           policía, sino una camioneta que subía hacia Hammond Street y, seguramente, hacia la



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