Page 281 - Cementerio de animales
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a un árbol, te deslizas por una rama, saltas a un cementerio, miras a una pareja…,
abres una tumba… ¿Así de fácil? ¿Es esto la locura? Tardé ocho años en hacerme
médico y un solo paso me ha bastado para convertirme en ladrón de cadáveres, en lo
que muchos llamarían un necrofílico.»
Se oprimió los labios con los puños, para impedir que se le escapara un gemido,
mientras trataba de encontrar aquella frialdad interior, aquella ecuanimidad. Allí
estaba, y Louis se arrebujó en ella con fruición.
Cuando la pareja se alejó, Louis los miró con impaciencia. Se pararon delante de
uno de los edificios de apartamentos. El hombre sacó una llave y entraron. La calle
volvió a quedar en silencio. No se oía más que el constante rumor del viento que
agitaba las ramas de los árboles y le revolvía el sudoroso pelo sobre la frente.
Louis corrió hacia la reja, doblando el cuerpo y buscó el fardo de lona. Allí
estaba. Sintió en los dedos el roce de la áspera tela. Lo levantó y oyó el leve tintineo
de las herramientas. Salió a la ancha avenida de grava que conducía a la verja y se
detuvo para orientarse. Tenía que caminar en línea recta y, al llegar a la bifurcación,
torcer hacia la izquierda. Muy sencillo.
Caminaba por el borde de la avenida, amparándose en la sombra de los olmos,
por si había un vigilante nocturno y andaba por allí. En realidad, Louis no esperaba
problemas a este respecto. Al fin y al cabo, era un cementerio de ciudad pequeña;
aunque sería mejor no arriesgarse.
Torció hacia la izquierda. Ya estaba cerca de la tumba de Gage. De pronto,
consternado, se dio cuenta de que no podía recordar la cara de su hijo. Se detuvo,
mirando fijamente las hileras de lápidas y las sombrías fachadas de los panteones,
mientras trataba de evocar la fisonomía del niño. Acudían a su memoria rasgos
sueltos: su pelo rubio, todavía fino como la seda, sus ojos un poco oblicuos, sus
pequeños dientes, la diminuta cicatriz del mentón, de cuando se cayó por las escaleras
de atrás de la casa de Chicago. Louis veía estas cosas, pero no podía reunirlas en un
todo coherente. Veía a Gage correr hacia la carretera, hacia su cita con el camión de
la Orinco, pero el niño estaba de espaldas. Trató de representarse a Gage dormido en
su cuna la noche del día en que lanzaron la cometa, pero en su cerebro todo era
oscuridad.
«Gage, ¿dónde estás?»
«¿No se te ha ocurrido pensar, Louis, que tal vez no vayas a hacer a tu hijo
ningún favor? Tal vez sea feliz donde ahora está, tal vez estés equivocado y todas
esas cosas no sean pamplinas. Tal vez se halle con los ángeles o esté, sencillamente,
dormido. Y, si duerme, ¿acaso sabes lo que vas a despertar?»
«Oh, Gage, ¿dónde estás? Quiero que vuelvas a casa.»
Pero ¿era él dueño de sus actos? ¿Por qué no podía recordar la cara de Gage y por
qué obraba en contra de todas las advertencias: la de Jud, las del sueño de Pascow, las
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