Page 280 - Cementerio de animales
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enganchado en una punta. Y, ¡mierda!, no iba a poder resistir mucho rato. Louis agitó
con fuerza la pierna. La rama se inclinó. Volvieron a resbalarle las manos. Se oyó un
desgarrón de tela y Louis se encontró de pie sobre dos puntas de lanza que se le
clavaban en las suelas de las zapatillas. Muy pronto, la presión se hizo dolorosa, pero
Louis se mantuvo sobre ellas, por lo menos unos momentos. Era mayor el alivio de
las manos y los brazos que el dolor de los pies.
«Vaya aspecto que debo de tener», pensó Louis con un ligero y triste humorismo.
Sosteniéndose en la rama con la mano izquierda, se frotó la palma de la derecha en la
tela de la chaqueta. Luego repitió la operación cambiando de mano.
Permaneció un momento más sobre las puntas de los barrotes y deslizó las manos
a lo largo de la rama que en aquel punto era más delgada y le permitía entrelazar
cómodamente los dedos. Balanceó el cuerpo hacia adelante como Tarzán,
abandonando el apoyo de los pies. La rama se dobló de un modo alarmante con un
crujido de mal agüero. Louis se soltó, saltando a ciegas.
Cayó mal. Se golpeó una rodilla con una lápida y sintió que un dolor insoportable
le subía por el muslo. Rodó sobre la hierba abrazado a la rodilla y un rictus de
angustia en los labios, temiendo haberse destrozado la rótula. Luego, el dolor fue
mitigándose y Louis comprobó que podía doblar la articulación. Todo iría bien si
seguía moviéndose y no dejaba que se le agarrotara. Por lo menos, así lo esperaba él.
Se puso de pie y echó a andar siguiendo la cerca en dirección a Mason Street,
donde había tirado el equipo. Al principio cojeaba, pero poco a poco el dolor fue
remitiendo y quedó en una molestia sorda. Tenía aspirina en el botiquín del Honda y
hubiera debido traerlo consigo. Pero ya era tarde. Se mantenía alerta por si venía
algún coche y, al advertir que uno se acercaba, se apartó de la reja.
Cuando llegó a la parte de Mason Street, que podía estar más concurrida, se
mantuvo lejos de la reja hasta que estuvo frente al Civic. Ya iba a aproximarse a la
cerca para sacar el fardo de los arbustos cuando oyó pisadas en la acera y una risa
grave de mujer. Se sentó detrás de una lápida grande —el dolor de la rodilla no le
dejaba ponerse en cuclillas— y vio que, por el otro lado de Mason Street, pasaba una
pareja. Iban enlazados por el talle y, en su forma de caminar pasando de una zona de
luz a la siguiente había algo que hizo pensar a Louis en una vieja serie de televisión.
Ya lo tenía: "La hora de Jimmy Durante". ¿Qué harían aquellos dos si él se levantaba
ahora, como una sombra en la silenciosa ciudad de los muertos y les gritaba, con voz
campanuda: «Buenas noches, Mrs. Calabash, donde quiera que esté»?
La pareja se detuvo mismamente detrás del Civic y se abrazó. Louis, al mirarlos,
sintió una extraña perplejidad y desprecio hacia sí mismo. Allí estaba él, agazapado
detrás de una sepultura, como un macabro vampiro de historieta barata, espiando a
una pareja de enamorados. «¿Tan fina es la línea divisoria? —se preguntó, y ese
pensamiento también le sonaba familiar—. ¿Tan fácil es pasar al otro lado? Te subes
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