Page 283 - Cementerio de animales
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Reanudó el trabajo.
               Sólo paró otra vez, para mirar el reloj. Las doce y veinte. Le parecía que el tiempo
           se le escurría entre los dedos como un objeto bien engrasado.

               Cuarenta minutos después, el azadón tropezó con la cubierta y Louis se mordió el
           labio superior hasta hacerse sangre. Iluminó el fondo del hoyo con la linterna. Entre
           la tierra asomaba una franja grisácea en diagonal. Louis fue apartando la tierra con

           precaución, para no hacer ruido; nada más escandaloso que una pala raspando sobre
           una losa de cemento en plena noche.
               Cuando hubo quitado la tierra, Louis subió en busca de la cuerda que pasó por las

           anillas de una de las cubiertas. Volvió a salir del hoyo, extendió la lona, se echó en
           ella y agarró los extremos de la cuerda.
               «Louis, adelante. Tu última oportunidad.»

               «Tienes razón; es mi última oportunidad y no pienso desperdiciarla.»
               Louis dio un par de vueltas con la cuerda alrededor de las manos y tiró. La placa

           de cemento se alzó fácilmente con un sonido áspero y quedó vertical sobre un cuadro
           de oscuridad.
               Louis sacó la cuerda de las anillas y la arrojó a un lado. Para la otra placa no la
           necesitaría. Podría ponerse de pie sobre los bordes laterales del cajón y levantarla con

           las manos.
               Volvió a bajar a la tumba, moviéndose con precaución, para que la placa que ya

           había quitado no le cayera en los pies o se rompiera, pues era bastante delgada la
           condenada. Resbalaron unos guijarros que golpearon con un sonido hueco en la tapa
           del ataúd de Gage.
               Louis se agachó y tiró de la otra placa. Al agarrarla sintió en la mano una cosa

           fría y blanda. Cuando hubo dejado la placa apoyada verticalmente en el borde de la
           cubeta, se miró la mano y vio una gruesa lombriz de tierra que se retorcía débilmente.

           Ahogando un grito de repugnancia, Louis restregó la mano en la pared de tierra de la
           tumba.
               Luego, enfocó el fondo con la linterna.
               Allí  estaba  el  ataúd  que  él  viera  por  última  vez  descansando  sobre  unos

           travesaños metálicos y aquel horrible césped artificial, al lado de la tumba, durante la
           ceremonia  del  entierro.  Allí  estaba  la  caja  de  depósito  en  la  que  él  debía  enterrar

           todas las ilusiones que había cifrado en su hijo. Sintió un furor candente, la antítesis
           de su frialdad de antes. ¡Qué estupidez! La respuesta era: ¡No!
               Louis buscó a tientas el azadón, lo levantó sobre el hombro y lo descargó sobre la

           cerradura del ataúd una vez, dos, tres, cuatro. Enseñaba los dientes con una mueca de
           rabia.
               «¡Ahora mismo te saco, Gage! ¡Ya verás tú si no!»

               La cerradura había saltado al primer golpe, y probablemente no hacían falta más,




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