Page 286 - Cementerio de animales
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Lanzó un grito de desolación, y una mujer negra que sostenía en brazos a su hijo
           para que bebiera en la fuente, se volvió a mirarla con extrañeza. Rachel llegó a la
           puerta  en  el  momento  en  que  el  empleado  retiraba  los  rótulos  en  los  que  se  leía:

           VUELO 104 BOSTON-PORTLAND 11 25
               —¿Ya se ha ido? —preguntó con incredulidad—. ¿Se ha "ido"?
               El empleado la miró compasivamente.

               —Salió a la pista a las 11.40. Lo siento, señora. Por si le sirve de consuelo, le diré
           que lo ha intentado usted con mucho estilo. —El empleado señaló por el ventanal.
           Rachel  vio  un  gran  727  con  el  anagrama  de  Delta,  iluminado  como  un  árbol  de

           Navidad, que rodaba por la pista de despegue.
               —¿Es que no le han avisado de que venía yo? —exclamó Rachel.
               —Cuando llamaron de abajo, el 104 ya había entrado en la pista de rodadura. Si

           lo hubiera hecho volver, habría tenido que ponerse a la cola de los que esperan para
           entrar  en  la  pista  30,  y  el  piloto  me  hubiera  sacado  los  hígados.  Y  el  centenar  de

           pasajeros, no digamos. Lo siento mucho. Sólo que hubiera llegado cuatro minutos
           antes…
               Rachel se alejó, sin escuchar más. A mitad de camino del control de seguridad,
           notó que se le iba la cabeza. Entró tambaleándose en otra zona de embarque, y se

           sentó a esperar que se le pasara el mareo. Luego, se puso los zapatos, después de
           despegar una colilla de Lark de la destrozada media. «Tengo los pies sucios y maldito

           si me importa», pensó con desconsuelo.
               Se dirigió a la terminal.
               El guardia de seguridad la miró con simpatía.
               —¿Lo perdió?

               —Lo perdí.
               —¿Adonde quería ir?

               —A Portland. Y de allí a Bangor.
               —¿Por qué no alquila un coche? Si es que realmente tiene necesidad de llegar.
           Normalmente, yo le aconsejaría que buscara un hotel cerca del aeropuerto, pero si
           alguna vez he visto a una persona con prisa por llegar, esa persona es usted.

               —Yo  soy  esa  persona  —dijo  Rachel.  Lo  pensó  un  momento—.  Sí,  es  una
           solución. Si hay coches, claro. El guardia rió.

               —¡Y no ha de haberlos! En Logan sólo se acaban los coches cuando el aeropuerto
           está cerrado por la niebla. Lo cual ocurre con mucha frecuencia.
               Rachel apenas le oía. Estaba haciendo cálculos mentales.

               No  podría  llegar  a  Portland  a  tiempo  de  tomar  el  avión  para  Bangor,  eso  por
           supuesto, aunque se lanzara por la autopista a una velocidad suicida. Pero podía hacer
           el  resto  del  viaje  por  carretera.  ¿Cuánto  tardaría?  Eso  dependía  de  la  distancia.

           Cuatrocientos  kilómetros,  ésa  era  la  cifra  que  le  parecía  haber  oído.  Quizá  a  Jud.




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