Page 290 - Cementerio de animales
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por un rollo de alfombra, simplemente. Cerró el ataúd, pero, pensándolo mejor,
volvió a abrirlo y puso dentro el azadón. Pleasantview podía quedarse con él como
recuerdo; pero no con su hijo. Cerró nuevamente el ataúd y colocó una de las placas
de cemento. Pensó en dejar caer la otra, pero temió que se rompiera con el golpe.
Después de reflexionar un momento, pasó la cuerda por la anilla y bajó la placa con
suavidad. Luego, empezó a rellenar el hoyo con la pala. No había tierra suficiente
para dejarlo a ras. Nunca la había. Tal vez alguien notara el desnivel. O tal vez no. O
tal vez, si lo notaban, no le darían importancia. Ahora no podía preocuparse por eso:
aún quedaba mucho por hacer. Trabajo ímprobo. Y estaba muy cansado.
«Ajajá, vamos allá.»
—Eso es —murmuró Louis.
Se levantó otra vez el viento, que aulló momentáneamente entre los árboles y le
hizo mirar en torno con inquietud. Puso al lado del fardo la pala, el pico que aún no
había utilizado, los guantes y la linterna. Le tentó la idea de utilizar la luz, pero
desistió. Dejó el cuerpo y las herramientas y volvió sobre sus pasos. Al cabo de cinco
minutos, llegó a la reja. Al otro lado de la casa estaba el Civic, bien aparcado junto al
bordillo. Muy cerca, pero muy lejos.
Louis se quedó unos segundos mirando el coche y reanudó la marcha en otra
dirección.
Se alejó de la verja siguiendo la cerca hasta el punto en que ésta dejaba Mason
Street, formando ángulo recto. Allí había una zanja de desagüe. Louis miró en su
interior. Lo que vio le hizo estremecerse. Era una masa de flores putrefactas, capas y
más capas, arrastradas por muchas estaciones de lluvias y nieves.
«Oh, Cristo.»
«No; Cristo, no. Aquellas ofrendas habían sido hechas para propiciar a un dios
que era anterior al Dios cristiano. Los hombres le han dado nombres distintos, según
la época; pero creo que la hermana de Rachel acertó al llamarle Oz el Ggande y
Teggible, el dios de las cosas muertas que quedan en la tierra, el dios de las flores
putrefactas que se amontonan en las zanjas, el dios del Misterio.»
Louis miraba la zanja como hipnotizado. Al fin, apartó la mirada con un leve
respingo, el respingo del que vuelve en sí o sale de un trance a la cuenta de diez.
Siguió andando. No tardó en encontrar lo que buscaba, algo que debió de quedar
grabado en su subconsciente el día del entierro de Gage.
Allí, en la oscuridad, se adivinaba la mole de la cripta del cementerio.
Durante el invierno, cuando ni siquiera las palas mecánicas podían abrir fosas en
la tierra helada, allí se guardaban los féretros. También se utilizaba cuando había
aglomeración: almacén frigorífico para personas.
De vez en cuando, eso lo sabía Louis muy bien, se producía una acumulación de
lo que el tío Carl llamaba «fiambre»; en una colectividad determinada, había épocas
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