Page 292 - Cementerio de animales
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el cuerpo y otro con las herramientas. Se agachó haciendo una mueca de dolor al
doblar la espalda y levantó el rígido paquete. Notó en el interior el balanceo del
cuerpo, mientras trataba de bloquear la parte de su mente que le susurraba sin cesar
que se había vuelto loco.
Llevó el cuerpo al montículo que albergaba la cripta del cementerio de
Pleasantview, con sus dos puertas correderas de acero (aquellas puertas le daban
aspecto de garaje para dos coches). Entonces vio lo que tendría que hacer para subir
la pronunciada pendiente con aquellos veinte kilos de peso, ahora que ya no podía
utilizar la cuerda. Retrocedió unos pasos para tomar carrerilla e, inclinando el cuerpo,
se lanzó hacia la cima. Casi lo consiguió, pero poco antes de llegar arriba, resbaló en
la hierba húmeda. Mientras empezaba a caer hacia atrás, lanzó el envoltorio lo más
lejos posible. El paquete cayó casi en la cumbre. Louis volvió a subir, esta vez
ayudándose con las manos, volvió a mirar alrededor y apoyó el fardo contra la reja.
Luego, volvió a buscar el resto.
Subió de nuevo al montículo, se puso los guantes y dejó la linterna, el pico y la
pala al lado del paquete. Luego, se sentó a descansar, de espaldas a la reja, con las
manos en las rodillas. El reloj digital que Rachel le regalara en Navidad marcaba las
2.01.
Louis se concedió cinco minutos de respiro, luego agarró la pala y la echó por
encima de la reja. La oyó caer en la hierba con un golpe seco. Trató de meter la
linterna en el bolsillo del pantalón, pero no cabía. La deslizó por entre los barrotes y
la oyó rodar por la pendiente, mientras pensaba que ojalá no se rompiera si chocaba
contra una piedra. Debía haber traído una mochila.
Luego, sacó el rollo de cinta adhesiva del bolsillo de la chaqueta y sujetó la parte
metálica del pico al fardo de lona, comprimiéndolo bien con varías vueltas de cinta
hasta agotarla y guardó el carrete vacío en el bolsillo. Levantó el paquete por encima
de la cerca (su espalda lanzó un ¡ay! de protesta; seguramente le esperaba una semana
de martirio) y lo dejó caer. Cerró los ojos al oír el golpe sordo.
Pasó un pie por encima de las puntas de lanza, se asió a los barrotes con las dos
manos, pasó el otro pie y se deslizó por el terraplén, hundiendo las puntas de las
zapatillas en la tierra.
Al llegar abajo, se puso a buscar entre la hierba. Enseguida encontró la pala. A
pesar de que la luz de las farolas estaba amortiguada por los árboles, se reflejaba
débilmente en el metal. Pasó unos segundos de zozobra mientras buscaba la linterna.
¿Adónde habría ido a parar, con aquella hierba? Se puso de rodillas y palpó el terreno
con las manos, mientras el corazón le retumbaba con fuerza en los oídos.
Por fin la distinguió, una mancha negra a un metro y medio del lugar en el que
pensaba encontrarla: lo mismo que el montículo que disimulaba la cripta del
cementerio, se delató por la simetría de su forma. La recogió, puso una mano sobre el
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