Page 293 - Cementerio de animales
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fieltro que cubría la lente y oprimió la tetina de goma que protegía el interruptor. La
           palma  de  la  mano  se  iluminó  y  él  volvió  a  pulsar  el  interruptor  para  apagar  la
           bombilla. Funcionaba.

               Con el cuchillo cortó la cinta que sujetaba el pico al fardo y llevó las herramientas
           hasta  los  árboles.  Se  situó  detrás  del  más  corpulento  y  miró  a  uno  y  otro  lado  de
           Mason Street. La calle estaba desierta. Sólo se veía luz en una ventana: un rectángulo

           amarillento en un piso alto. Alguien que padecía insomnio, o algún enfermo.
               Andando deprisa, pero sin correr, Louis salió a la acera. Después de la oscuridad
           del cementerio, la luz de las farolas le hacían sentirse muy al descubierto. A pocos

           metros del segundo cementerio de Bangor y con un pico, una pala y una linterna en
           los brazos, si alguien le veía ahora, sacaría conclusiones.
               Cruzó la calle rápidamente. Allí estaba el Civic, a menos de cincuenta metros,

           pero  a  Louis  le  parecían  cinco  kilómetros.  Estaba  sudando,  con  el  oído  atento  a
           cualquier sonido: el motor de un coche, las pisadas de otra persona, el roce de una

           ventana al deslizarse por las guías.
               Llegó junto al Honda, dejó el pico y la pala apoyados en el costado del coche y
           buscó  las  llaves.  No  estaban  en  ninguno  de  los  bolsillos.  Ahora  sudaba  más
           copiosamente, se le disparó otra vez el corazón y apretaba los dientes para contener el

           pánico.
               Las había perdido, seguramente, cuando se soltó de la rama, se golpeó la rodilla

           con la lápida y rodó por el suelo. Las llaves estaban entre la hierba, y si le costó
           trabajo encontrar la linterna, ¿cómo esperaba dar con las llaves? Todo el plan por los
           suelos. Un momento de mala suerte y todo perdido.
               «Espera, espera un segundo, maldita sea. Vuelve a buscar en los bolsillos. Aquí

           están las monedas sueltas. Y si las monedas no se cayeron, tampoco pudieron caerse
           las llaves.»

               «Esta  vez  se  registró  los  bolsillos  más  minuciosamente»,  sacó  las  monedas  y
           hasta volvió los bolsillos del revés.
               Las llaves no estaban.
               Louis se apoyó en el coche sin saber qué hacer. Tendría que volver, seguramente.

           Dejar a su hijo donde estaba, y escalar otra vez la cerca llevando la linterna, para
           pasar el resto de la noche buscando inútilmente…

               De pronto, en su cansado cerebro se hizo la luz.
               Se agachó y miró al interior del coche. Las llaves estaban puestas en el contacto.
               Louis  emitió  un  gruñido,  dio  rápidamente  la  vuelta  al  coche,  abrió  con

           brusquedad la puerta del lado del conductor y tiró de las llaves. En aquel momento, le
           pareció  oír  la  voz  autoritaria  de  Karl  Malden,  en  uno  de  sus  severos  y  paternales
           personajes, con su nariz de patata y su arcaico sombrero flexible de ala inclinada:

           «Cierra  el  coche  y  coge  las  llaves.  No  contribuyas  a  que  se  descarríe  un  buen




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