Page 291 - Cementerio de animales
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en las cuales, sin que nadie supiera el porqué, se moría un montón de gente.
—Al final queda compensado —decía el tío Carl—. Si en el mes de mayo no hay
ni una sola muerte en dos semanas, Lou, es seguro que en noviembre tendré diez
entierros en dos semanas. Aunque casi nunca es en noviembre y, menos aún, en
Navidad, a pesar de que muchos creen que en esa época muere más gente. Eso de la
depresión navideña son pamplinas. No tienes más que preguntar a cualquier
empresario de pompas fúnebres. La mayoría de la gente es feliz en Navidad, y tiene
ganas de vivir. Y vive. Generalmente, es en febrero cuando hay agobio. La gripe se
lleva a los viejos, y luego están las pulmonías, claro; pero eso no es todo. Hay
personas que han estado un año o año y medio peleando con un cáncer como fieras, y
llega el cochino febrero y es como si se hartaran de todo y el cáncer se los echa al
saco. El 31 de enero parece que van a mejor y ya se creen salvados, y el 24 de febrero
están bajo tierra. En febrero hay ataques al corazón, en febrero hay embolias, en
febrero hay fallos de riñón. Es un mes malo. En febrero la gente se harta. Los del
ramo estamos acostumbrados. Pero lo mismo puede ocurrir, sin más ni más, en junio
o en octubre. En agosto, nunca. Agosto es mes de poco trabajo. A no ser, desde luego,
que estalle una tubería de gas o que un autocar se caiga desde un puente. En general,
en agosto nunca se llena el depósito del cementerio. Pero ha habido febreros en los
que hemos tenido que amontonar los féretros en tres pisos y rezado a todos los santos
para que llegara el deshielo y pudiéramos plantar algunos, para no tener que alquilar
un apartamento.
El tío Carl se echó a reír y Louis, sintiéndose importante por estar enterado de un
secreto que ni los profesores de la facultad conocían, se rió también.
La puerta doble de la cripta estaba empotrada en un montículo cubierto de hierba,
tan natural y atractivo como un pecho femenino. La cima del montículo (que Louis
sospechaba era artificial: su contorno era excesivamente simétrico) quedaba
aproximadamente medio metro por debajo de las decorativas lanzas de la reja que, en
lugar de ascender con la elevación del terreno, mantenían la horizontal por su parte
superior.
Louis echó un vistazo alrededor y subió a lo alto del montículo. Al otro lado
había una explanada vacía, de casi una hectárea. No…, no totalmente vacía. Se veía
una nave cubierta. «Probablemente, pertenece al cementerio», pensó Louis. Allí
debían de guardar la máquina para mover la tierra.
Las luces de la calle brillaban a través de las ramas de una hilera de árboles —
grandes olmos y arces— que se agitaban al viento. Los árboles ocultaban el solar a la
vista de la calle. No se advertía más movimiento que el de las ramas.
Louis bajó arrastrando las posaderas, para evitar una posible caída que hubiera
podido acabar con su rodilla, y volvió a la tumba de su hijo. Estuvo a punto de
tropezar con el fardo de lona. Comprendió que tendría que hacer dos viajes, uno con
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