Page 296 - Cementerio de animales
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               A  la  una  de  la  madrugada,  el  teléfono  de  Jud  Crandall  empezó  a  sonar  con
           estridencia  en  la  casa  vacía,  haciéndole  despertar  sobresaltado.  Se  había  quedado

           traspuesto y estaba soñando, soñaba que tenía veintitrés años y estaba sentado en un
           banco del depósito de enganche de la B & A con George Chapin y Rene Michaud,
           pasándose la botella de whisky ilegal incautado y sellado, mientras fuera aullaba con

           fuerza el noroeste, reduciendo al silencio todo lo que se moviera, incluido el material
           rodante  del  Ferrocarril  B  &  A.  Estaban  sentados  delante  de  la  salamandra,

           contemplando  cómo  las  brasas  del  carbón  se  consumían  detrás  de  la  mica,
           proyectando sobre el suelo un fulgor tembloroso, y contándose las historias que los
           hombres guardan dentro durante años, del mismo modo que los niños guardan debajo
           de la cama sus tesoros, reservándolas para las noches como aquélla. Eran historias

           tenebrosas con un punto de fuego dentro, como los tizones de la salamandra, que se
           avivaba con el viento. Él tenía veintitrés años y Norma estaba viva, pero que muy

           viva (aunque ahora estaría en la cama, seguro; no le esperaría con una noche como
           aquélla), y Rene Michaud estaba contando el caso de un buhonero judío de Bucksport
           que…
               Fue entonces cuando empezó a sonar el teléfono y Jud se irguió bruscamente en

           su mecedora haciendo una mueca por el dolor de la nuca y sintiendo un sabor amargo
           en  la  boca  y  una  pesadez  en  el  cuerpo,  como  si  todos  aquellos  años  transcurridos

           desde los veintitrés hasta los ochenta y tres, sesenta en total, le hubieran caído encima
           de golpe, como una piedra. Y, a renglón seguido, pensó: «Te has dormido, chico. Ésa
           no es manera de llevar este ferrocarril…» Esta noche, no.
               Jud se levantó con la espalda rígida y cruzó la sala hacia el teléfono.

               Era Rachel.
               —Diga…

               —Jud, ¿ha vuelto ya?
               —No —dijo Jud—. ¿Dónde estás, Rachel? Tu voz suena más cerca.
               —Estoy  más  cerca  —dijo  Rachel.  Pero,  aunque  parecía,  efectivamente,  que

           estaba más cerca, se oía un zumbido lejano en el hilo. Era el viento, en algún lugar,
           entre  esta  casa  y  dondequiera  que  ella  estuviera.  Esta  noche  soplaba  con  fuerza.
           Aquel sonido siempre hacía pensar a Jud en voces muertas que suspiraran a coro o tal

           vez cantaran algo que la distancia no dejaba oír—. Estoy en el área de servicio de
           Biddeford, en la autopista de Maine.
               —¡Biddeford!

               —No podía quedarme en Chicago. Estaba empezando a afectarme a mí también
           lo que siente Ellie, sea lo que fuere. Y tú lo sientes también, te lo noto en la voz.
               —Ajá.  —Jud  sacó  un  Chesterfield  del  paquete  y  se  lo  puso  entre  los  labios.



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