Page 298 - Cementerio de animales
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Se hizo una pausa, mientras ella reflexionaba.
               —Está  bien  —dijo  al  fin—.  Reconozco  que  me  costaba  un  poco  mantener  los
           ojos  abiertos.  Puede  que  tengas  razón.  Dime  sólo  una  cosa,  Jud.  Dime  si  es  muy

           grave.
               —Puedo solventarlo —dijo Jud con calma—. Las cosas no se pondrán peor de lo
           que están.

               En la carretera aparecieron los faros de un coche que se acercaba lentamente. Jud
           se  levantó  a  medias,  para  mirar  y  volvió  a  sentarse  cuando  el  coche  aceleró  y  se
           perdió de vista.

               —Bien —dijo ella—. Supongo. El resto del viaje se me antojaba una pesadilla.
               —Olvídate de la pesadilla y descansa. Aquí no ocurrirá nada.
               —¿Prometes que me lo contarás?

               —Sí. Mañana, mientras nos tomamos una cerveza.
               —Adiós —dijo Rachel—. Hasta mañana.

               —Hasta mañana, Rachel.
               Antes de que ella pudiera decir más, Jud colgó el auricular.




                                                            * * *


               Jud creía tener píldoras de cafeína en el botiquín, pero no las encontró. Volvió a
           llevar el resto de la cerveza al frigorífico —no sin cierto pesar— y se preparó un café.

           Llevó el café a la sala y volvió a sentarse en el mirador, a vigilar entre sorbo y sorbo.
               El café —y la conversación con Rachel— le mantuvo despierto y alerta durante
           tres cuartos de hora. Pero después volvía a dar cabezadas.

               «No te duermas durante la guardia, viejo. Tú dejaste que esa cosa se apoderase de
           ti; tú lo liaste todo, y ahora tienes que arreglarlo. De modo que nada de dormirse
           durante la guardia.»

               Encendió otro cigarrillo, inhaló profundamente y tosió, con su ronca tos de viejo.
           Dejó el cigarrillo en la muesca del cenicero y se frotó los ojos con las dos manos. Por

           la carretera pasó zumbando un diez toneladas, hendiendo la noche borrascosa con los
           faros.
               Ya volvía a dormirse, pero se irguió bruscamente y empezó a darse cachetes con
           la palma y con el dorso de la mano hasta que le zumbaron los oídos. Ahora penetró

           en su corazón el terror, visitante sigiloso de aquel secreto.
               «Quiere hacerme dormir… quiere hipnotizarme… lo que sea. No le conviene que

           esté  despierto.  Porque  ya  no  puede  tardar  en  volver.  Sí,  lo  noto.  Y  eso  trata  de
           deshacerse de mí.»
               —No —dijo ásperamente en voz alta—. No lo conseguirás. ¿Me has oído? Voy a
           acabar con esto. Demasiado lejos hemos ido ya.




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