Page 316 - El cazador de sueños
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bajó tres veces el primero. En ningún momento desvió la mirada de Owen. Ojos de
           cocodrilo, pensó este.
               —¿Todos? —preguntó—. ¿Tanto los que dan positivo del Ripley como los que

           no?  Entonces  ¿nosotros  qué?  ¿Qué  les  pasará  a  los  soldados  que  también  dan
           negativo?
               —Los chavales que ahora están sanos seguirán estándolo —dijo Kurtz—. Los que

           dan  positivo  es  porque  han  tenido  algún  descuido.  Hay  uno  que…  Resulta  que
           tenemos a una niña de unos cuatro años que es más mona que un demonio. Sólo le
           falta hacer claque en el suelo del establo y cantar a lo Shirley Temple.

               Se notaba que Kurtz creía estar siendo ingenioso, y Owen supuso que en cierto
           modo lo era, pero sucumbió a una oleada de terror intenso. Hay una niña de cuatro
           años, pensó. Cuatro añitos de nada.

               —Mona  y  peligrosa  —dijo  Kurtz—.  Tiene  el  Ripley  en  una  muñeca,  en  el
           nacimiento del pelo y en el rabillo de un ojo; los típicos sitios, vaya, y se le ve. Pues

           va el soldado que digo y le da una barrita de caramelo, como si fuera cualquier cría
           kosovar, y ella a él un beso. Muy tierno, muy de foto, pero ahora el tío tiene en la
           mejilla una marca como de pintalabios, pero que no es de pintalabios. —Kurtz hizo
           una mueca—. Se había cortado al afeitarse, tan poco que casi no se veía, pero nada,

           que se le ha acabado el cuento. Los otros casos son parecidos. Las reglas, Owen son
           las  mismas  de  siempre:  los  descuidos  se  pagan  con  la  vida.  Duras  más  o  menos,

           según la suerte que tengas, pero al final nunca falla. Los descuidos se pagan con la
           vida. La mayoría de nuestros chicos sobrevivirán. Me alegro de poder decirlo. Nos
           espera toda una vida de exámenes médicos programados, y alguna que otra sorpresa,
           pero tómatelo por el lado bueno: el cáncer de culo te lo detectarán enseguida.

               —¿Y los civiles que dan negativo? ¿Qué les pasará?
               Kurtz, que enseñaba su cara más amable, cuerda y persuasiva, se inclinó un poco.

           Se  suponía  que  había  que  considerarse  halagado,  que  ver  a  Kurtz  sin  su  máscara
           («dos de Patton, una de Rasputín, añadir agua, remover y servir») era un privilegio
           reservado a poca gente. Owen había caído alguna vez en la trampa, pero ya estaba
           vacunado.  La  máscara  era  aquello,  no  el  Rasputín.  Y  sin  embargo,  qué  bemoles

           tendría la cosa que ni siquiera ahora estaba seguro del todo.
               —¡Owen, Owen, Owen! ¡Usa ese cerebro que te ha dado Dios! A los nuestros

           podemos controlarles sin levantar sospechas, ni abrir la puerta a un pánico mundial; y
           eso que pánico, después de que el presidente mate al caballo phooka, no faltará. Con
           trescientos  civiles  sería  imposible.  Entonces  ¿qué?  ¿Los  llevamos  a  México  de

           verdad y los metemos cincuenta o sesenta años en un pueblo hecho adrede, pagando
           los contribuyentes? ¿Y si se escapa uno, o más? ¿Y si resulta, que creo que es de lo
           que tienen más miedo los cerebrines, que muta el Ripley? Imagínate que en vez de

           extinguirse por sí solo se convierte en algo mucho más contagioso y mucho menos




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