Page 504 - El cazador de sueños
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           Jonesy  se  quedó  bastante  tiempo  sentado  a  la  mesa  y  de  mal  humor,  repartiendo
           miradas al teléfono, que ya no funcionaba, al atrapasueños del techo (agitado por una

           corriente de aire que casi no se notaba) o a las persianas nuevas de acero que había
           usado el puerco de Gray para taparle la vista. Y siempre el mismo ruido sordo, tanto
           en los oídos como haciéndole temblar las nalgas en la silla. Se parecía al ruido de una

           caldera  un  poco  escandalosa,  pendiente  de  reparación,  pero  no  lo  era.  Era  el
           quitanieves abriéndose camino hacia el sur, hacia el sur, siempre hacia el sur; y al

           volante el señor Gray, sin duda con la gorra de la compañía, robada a su más reciente
           víctima,  maniobrando  el  quitanieves,  manejando  el  volante  con  los  músculos  de
           Jonesy y usando los oídos de Jonesy para escuchar las noticias por el canal interno.
               «Bueno, Jonesy, ¿hasta cuándo piensas quedarte sentado y compadeciéndote?»

               Jonesy, que estaba repantigado en la silla (de hecho casi dormía), se puso derecho
           al oírlo. Era la voz de Henry, pero no le llegaba por telepatía, puesto que el señor

           Gray las había bloqueado todas menos la suya. No, procedía de su propio cerebro. No
           por ello dejó de escocerle.
               «¡No  es  que  me  compadezca,  es  que  estoy  aislado!»  No  le  gustó  el  aspecto
           defensivo del pensamiento. Seguro que en caso de pronunciarlo en voz alta le habría

           salido tono de quejica. «No puede oírme nadie, no puedo ver nada y no puedo salir.
           No sé dónde estás, Henry, pero yo estoy en una celda de castigo.»

               «¿Te ha quitado el cerebro?»
               —Calla.
               Jonesy se frotó la sien.
               «¿Se ha llevado tus recuerdos?»

               No, claro. Ni siquiera estando separado de los miles de millones de cajas por una
           puerta a cal y canto dejaba de acordarse de cuando yendo a primer curso le había

           pegado a Bonnie Deal un moco en la punta de la trenza (la misma Bonnie Deal con
           quien había pedido bailar seis años más tarde), de cuando Lámar Clarendon les había
           explicado cómo se jugaba al cribbage, y de cuando había visto salir del bosque a

           Rick  McCarthy  y  le  había  confundido  con  un  ciervo.  Se  acordaba  de  todo.  Quizá
           tuviera alguna ventaja, pero no la veía. Tal vez se tratara de algo demasiado grande,
           demasiado obvio para verlo.

               «¡Anda,  que  dejarte  atrapar  así  habiendo  leído  tantas  novelas  policíacas!  —se
           burló la versión mental de Henry—. Y no te digo las pelis de ciencia ficción con
           extraterrestres, desde Ultimátum  a  la,  Tierra a El  ataque  de  los  tomates  asesinos.

           ¿Tantos libros y pelis y no se te ocurre ninguna manera de pararle los pies? ¿No sabes
           ver de dónde sale el humo y localizar su campamento?»
               Jonesy se frotó la sien con energías redobladas. No era percepción extrasensorial,



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