Page 509 - El cazador de sueños
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Burger King, identificado en los archivos de Jonesy con la doble descripción de
«restaurante» y «fast-food». Tendrían beicon. La idea le despertó ruidos en el
estómago. Sí, en muchos sentidos sería difícil renunciar a aquel cuerpo; pero bueno,
no era momento de comer beicon, sino de cambiar de vehículo. Y con cierta
discreción.
El acceso al área de servicio se bifurcaba en una vía para TURISMOS y otra para
CAMIONES Y AUTOBUSES. El señor Gray metió el quitanieves naranja en la zona
de estacionamiento de camiones (temblándole los músculos de Jonesy por el esfuerzo
de girar aquel volante tan grande) y se alegró sobremanera de ver otros cuatro
quitanieves aparcados juntos, y casi sin diferencias con el suyo. Aparcó detrás de la
fila y apagó el motor.
Buscó a Jonesy y le encontró donde siempre, escondido en aquella zona de
seguridad que no se entendía.
«¿Qué, socio, qué te ronda por la cabeza?», murmuró el señor Gray.
Silencio… pero notó que Jonesy le escuchaba.
«¿Qué haces?»
Siguió sin recibir respuesta. En realidad, poco podía hacer Jonesy, porque estaba
encerrado y ciego; de todos modos, convenía no olvidarse de él. De Jonesy… con su
propuesta, no desprovista de fascinación, de que el señor Gray eludiera sus
obligaciones (la necesidad de sembrar) y disfrutara de la vida en la Tierra. De vez en
cuando aparecía una idea en la mente del señor Gray, una carta deslizada bajo la
puerta del refugio de Jonesy. Según los archivos de Jonesy, los pensamientos de esa
clase se llamaban «consignas». Eran ideas simples y que iban al grano. La más
reciente decía: EL BEICON SÓLO ES EL PRINCIPIO. El señor Gray estaba seguro
de que era verdad. Incluso aquí, en su habitación de hospital («¿qué habitación de
hospital?, ¿quién es Marcy?, ¿quién quiere que le den una inyección?»), entendía que
la vida en el planeta era una pura delicia. La obligación, no obstante, era profunda e
inquebrantable: sembraría aquel mundo, y después moriría. ¿Que de camino se le
presentaba la ocasión de picar un poco de beicon? Pues mucho mejor.
«¿Quién era Richie? ¿Era uno de los Tigers? ¿Por qué le matasteis?»
Silencio. Pero Jonesy escuchaba. Y con gran atención. El señor Gray odiaba
tenerle ahí dentro. Era (la comparación procedía del almacén de Jonesy) como tener
una espina de pescado clavada en la garganta, demasiado pequeña para atragantarse
pero bastante grande para «dar la lata».
«Jonesy, me tienes hasta los huevos.» Se puso los guantes, los que habían sido del
conductor del Dodge. El dueño de Lad.
Esta vez hubo respuesta. «Lo mismo digo, socio. Oiga, y ¿por qué no se va a
algún sitio donde sea mejor recibido? ¿Por qué no hace los bártulos y se las pira?»
«No puedo», dijo el señor Gray.
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