Page 510 - El cazador de sueños
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Acercó una mano al perro, que levantó la cabeza y husmeó con gratitud el olor de
           su dueño en el guante. El señor Gray envió un pensamiento de estate quieto, salió del
           quitanieves y se encaminó hacia el lateral del restaurante. Al otro lado debía de estar

           el «aparcamiento de empleados».
               «Cabrón, que están a punto de llegar Henry y el otro. Los tienes pegaditos al culo,
           conque tranqui y pásate en el Burguer el rato que haga falta. Pide ración triple de

           beicon, no doble.»
               «No  pueden  captarme  —dijo  el  señor  Gray,  exhalando  una  nube  de  vaho.  (La
           sensación  del  aire  frío  en  la  boca,  la  garganta  y  los  pulmones  era  deliciosa,

           tonificante; hasta le parecía fabuloso el olor a gasolina.)— Si no les capto yo, es que
           tampoco me captan ellos a mí.»
               Jonesy  se  rió.  ¡Se  rió!  El  señor  Gray  se  quedó  helado  a  pocos  pasos  del

           contenedor.
               «Han cambiado las reglas, amigo. Han pasado a buscar a Duddits, y Duddits ve la

           línea.»
               «No sé qué quiere decir.»
               «Lo sabe perfectamente, so cabrón.»
               «¡No vuelvas a llamarme eso!», replicó el señor Gray.

               «Vale, pero a condición de que no insulte más a mi inteligencia.»
               El señor Gray siguió caminando, dobló la esquina y en efecto, había unos cuantos

           coches, casi todos viejos y cascados.
               «Duddits ve la línea.»
               Era verdad: el señor Gray sabía lo que quería decir. El que se llamaba Pete había
           tenido lo mismo, el mismo «don», aunque casi seguro que no tan fuerte como el otro,

           el misterioso «Duddits».
               Al señor Gray no le gustaba la idea de dejar un rastro visible para «Duddits», pero

           sabía algo que ignoraba Jonesy. «Pearly» consideraba que Henry, Owen y Duddits
           sólo estaban veinticinco kilómetros más al sur que él. De ser cierto, Henry y Owen
           tenían más de setenta kilómetros de retraso y estaban entre Pittsfield y Waterville. No
           era, juzgó el señor Gray, lo que se entendía por tenerles «pegaditos al culo».

               Aunque tampoco era cuestión de entretenerse.
               Se abrió la puerta trasera del restaurante y salió un hombre joven con un uniforme

           blanco que los archivos de Jonesy identificaron como «de cocinero», llevando dos
           bolsas grandes de basura con destino, cabía suponer, de los contenedores. Se llamaba
           John,  pero  sus  amigos  le  llamaban  «Butch».  El  señor  Gray  pensó  que  daría  gusto

           matarle, pero Butch parecía bastante más fuerte que Jonesy, además de más joven y
           seguro  que  mucho  más  veloz.  Por  otro  lado,  el  asesinato  también  tenía  su  cara
           molesta; lo peor, la velocidad con que perdían vigencia los coches robados.

               «Oye, Butch.»




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