Page 514 - El cazador de sueños
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ahora llamaba mucho más la atención que en casa. El frío… una noche sin dormir…
           la  excitación,  mala  para  alguien  tan  enfermo…  No  anunciaba  nada  bueno,  no.
           Duddits empezaba a pillar algo, y, como estaba en fase terminal de leucemia, podía

           morirse hasta de una infección nasal.
               —¿Cómo está? —preguntó Owen.
               —¿Duds? Es de hierro. ¿A que sí, Duddits?

               —Deyero —asintió Duddits, flexionando un brazo tan flaco que daba pena.
               Viéndole tan demacrado y con cara de cansancio (pero haciendo el esfuerzo de
           sonreír), Henry tuvo ganas de gritar. La vida era injusta. Pensó que ya hacía muchos

           años  que  debía  de  saberlo,  pero  lo  de  Duddits  iba  más  allá.  No  era  una  simple
           injusticia, sino una rotunda monstruosidad.
               —A ver qué te han puesto para beber, guapetón.

               Cogió la fiambrera amarilla.
               —Cubidú —dijo Duddits. Sonreía, pero se le notaba el agotamiento en la voz.

               —Pues sí, tenemos trabajo —asintió Henry, abriendo el termo.
               Le dio a Duddits la pastilla matinal de Prednisona, aunque faltara un poco para las
           ocho, y a continuación le preguntó si también quería Percocet. Duddits se lo pensó y
           enseñó dos dedos. A Henry se le cayó el alma a los pies.

               —Estás un poco hecho polvo, ¿eh? —dijo, pasándole a Duddits dos tabletas de
           Percocet por encima del respaldo.

               No  necesitaba  respuesta.  La  gente  como  Duddits  no  pedía  una  pastilla  de  más
           porque tuviera ganas de ponerse a tono.
               Duddits movió la mano como un balancín: comme ci, comme ça. En su memoria,
           Henry tenía el gesto tan vinculado a Pete como a Beaver los lápices y los palillos

           mordidos.
               Roberta había llenado el termo de lo que le gustaba más a Duddits, leche con

           cacao. Henry le llenó una taza, la sujetó mientras el Humvee derrapaba en un tramo
           resbaladizo de autopista y se la dio. Duddits se tomó las pastillas.
               —¿Dónde te duele, Duddits?
               —Aquí. —La mano en la garganta—. Yaquí. —La mano en el pecho; después se

           puso un poco rojo, vaciló y se la puso en la entrepierna—. Yaquí.
               Una infección del tracto urinario, pensó Henry. Fantástico.

               —¿Lapatilla mecudan? Henry asintió con la cabeza.
               —Sí, las pastillas te curan. Tú déjalas que hagan lo que tienen que hacer. ¿Aún
           estamos en la línea, Duddits?

               Duddits asintió con énfasis y señaló la ventanilla. Henry (por enésima vez) tuvo
           curiosidad por saber qué veía. Se lo había preguntado a Pete, y Pete le había dicho
           que  era  como  un  hilo,  y  que  en  general  costaba  verlo.  «Lo  mejor  es  cuando  es

           amarillo —le había dicho—. El amarillo siempre destaca más. No sé por qué.» Si




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