Page 508 - El cazador de sueños
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           Sur y sur y sur.
               Cuando el señor Gray llegó a la altura de la salida de Gardiner, la primera por

           debajo  de  Augusta,  la  capa  de  nieve  era  bastante  más  fina,  y,  si  bien  la  autopista
           estaba enfangada, había recuperado sus dos carriles. Había llegado el momento de
           cambiar  el  quitanieves  por  algo  menos  llamativo,  y  no  sólo  porque  ya  no  lo

           necesitase, sino porque le dolían los brazos de Jonesy, poco acostumbrados a manejar
           un vehículo tan grande. Al señor Gray le importaba bastante poco el cuerpo de Jonesy

           (al  menos  quería  convencerse  de  ello,  aunque  en  realidad  fuera  difícil  no  cogerle
           como  mínimo  un  poco  de  afecto  a  algo  capaz  de  proporcionar  placeres  tan
           inesperados  como  los  de  «beicon»  y  «asesinato»),  pero  lo  necesitaba  para  unos
           cuantos centenares de kilómetros más. Sospechaba que Jonesy, para un varón en la

           mitad de la vida, no estaba en muy buena forma. En parte se debía al accidente, pero
           también a su trabajo, que era de naturaleza «académica». Debido a él, había prestado

           escasa  atención  a  los  aspectos  más  físicos  de  la  vida,  cosa  que  al  señor  Gray  le
           extrañaba, porque aquellos seres eran sesenta por ciento emoción, treinta por ciento
           sensación y diez por ciento pensamiento (diez calculando por lo alto, pensó el señor
           Gray). Aquella manera de no hacerle caso al cuerpo le parecía una tontería. Claro que

           no era problema suyo. Ni de Jonesy. Ya no. Ahora Jonesy era lo que siempre había
           querido ser, según todos los indicios: puro cerebro; y, a juzgar por su reacción, no le

           hacía mucha gracia haberlo conseguido.
               Lad, el perro, estaba en el suelo del quitanieves, entre colillas, tazas de café de
           cartón y bolsas de patatas arrugadas, gimiendo de dolor. Tenía el cuerpo hinchado
           hasta extremos grotescos, con el torso del tamaño de un barril. Pronto le volvería a

           salir  aire  y  se  le  deshincharía  otra  vez  la  barriga.  Como  el  señor  Gray  había
           establecido  contacto  con  el  byrum  que  crecía  dentro  del  perro,  podría  controlar  la

           gestación.
               El perro sería su versión de lo que su huésped tenía conceptuado como «la rusa».
           Después de colocar al perro, vendría todo rodado.

               Retrocedió con la mente para buscar a los demás. De Henry y su amigo Owen ya
           no  recibía  nada.  Eran  como  una  emisora  de  radio  después  del  final  de  la
           programación.  Inquietante.  Detrás  (acababan  de  pasar  al  lado  de  las  salidas  de

           Newport,  unos  cien  kilómetros  al  norte  de  donde  estaba  el  señor  Gray)  había  un
           grupo de tres con un contacto claro: «Pearly.» El tal Pearly incubaba un byrum, como
           el perro. Por eso el señor Gray le sintonizaba con tanta claridad. Antes también había

           recibido  a  otro  del  segundo  grupo  («Freddy»),  pero  ya  no  le  captaba.  Se  le  había
           muerto el byrus. Lo decía «Pearly».
               Vio otra de las señales verdes de la autopista: ÁREA DE SERVICIO. Había un



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