Page 96 - Las ciudades de los muertos
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ver —me volví hacia Khalid—. El señor Larrimer está ansioso por visitar uno de
ellos.
—Ya veo. Hay uno muy hermoso cerca de Benhà, el mejor conservado de todo
Egipto. Hacia allí me dirijo yo, precisamente, para inspeccionar.
—¿Inspeccionar? —sentía tanta curiosidad como Henry. Un sacerdote, un
arcipreste, inspeccionando ruinas.
—Nos han llegado noticias de que los misioneros occidentales han tomado como
residencia nuestros antiguos conventos, tanto éste de Benhà como muchos otros de la
zona de Wädi Nätrun. Me han dicho en concreto que el monasterio de San Pilatos
está lleno de monjas alemanas.
Recordé a la hermana Marcelina y a sus amigos. Debían de ser ellos quienes
estaban viviendo allí. Así que en realidad no provenían del delta, sino del desierto
que está al oeste. Iba a comentarle a Khalid lo que sabía, cuando Henry intervino:
—¿Dijo usted San Pilatos?
—Sí.
—Poncio Pilatos.
—Así es.
—Pero él…, él…
—Hay muchas cosas que vosotros los occidentales habéis olvidado de los
comienzos de la Iglesia. Pilatos rehusó condenar a Jesús e incluso trató de salvarle la
vida. Existe un antiguo documento que narra la historia. El procurador romano hizo
matar a un mártir cristiano.
La incredulidad se reflejaba en el rostro de Henry y un prolongado silencio se
cernió a nuestro alrededor. La condescendencia de Khalid me irritaba, pero, por
supuesto, no había forma educida de decírselo. En el siglo primero después de Cristo,
los hombres escribieron centenares de evangelios, epístolas, parábolas y demás, y el
noventa por ciento de ellos eran pura tontería. Narraban historias completamente
fantásticas de la vida de Cristo y los apóstoles y, entre ellas, se podía encontrar
justificación para casi todos los credos, aunque fueran absurdos. Sin embargo, los
coptos suelen burlarse de las sectas de reciente creación, como si basar las creencias
de uno en pensamientos modernos fuera menos respetable que hacerlo en los
antiguos.
La locomotora lanzó un silbido y, con un brusco traqueteo, el tren se puso en
marcha. Henry observó a su alrededor como si no pudiera creer que nos moviéramos.
—Gracias a Dios. Pensé que nos pasaríamos aquí toda la noche.
Khalid estaba a punto de hacer algún comentario sobre el carácter mimado de los
americanos, podía verlo en sus ojos. Yo no quería problemas, así que me apresuré a
decir:
—Estaba a punto de contarnos ese asunto de los monasterios. ¿Por qué les
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