Page 98 - Las ciudades de los muertos
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—Iré  a  buscar  al  mozo  —salió  a  toda  prisa,  demasiado  deprisa  a  mi  entender.
           ¿Acaso tendría miedo de la oscuridad?
               En la sombra, junto a mí, Henry empezó a moverse, nervioso.

               —¿Te apetece ir a dar un paseo?
               —Sí, sí.
               Llegamos  a  tientas  al  final  del  vagón  y  descendimos  del  tren.  En  los

           compartimentos  de  delante,  se  veían  algunas  luces,  pero  la  mayor  parte  de  las
           ventanas estaban a oscuras. No debíamos de estar demasiado lejos de un naranjal, ya
           que el olor dulzón de la fruta llegaba hasta nosotros. Henry inspiró profundamente.

               —Cuesta creer que estemos en el mismo país de antes.
               —Todos dicen lo mismo al llegar al delta, pero espera a verlo a plena luz del día.
               El brazo oriental del Nilo, el Damieta, se deslizaba a pocos metros de la vía del

           tren y las ranas croaban ruidosamente. En el cielo, sobre nuestras cabezas, brillaban
           millones de estrellas, y al oeste, sobre el horizonte, podían verse Júpiter y Marte.

               —Hace frío —Henry se frotó los brazos—. Volvamos al compartimento.
               —Me gustaría estirar las piernas un par de minutos. ¿Vienes? —caminamos a lo
           largo del tren. Las estrellas alumbraban pálidamente las paredes de los vagones—. El
           frío aquí proviene del suelo, es una tierra muy húmeda.

               —Mira, ahí hay fresas silvestres, justo al lado de los raíles.
               —Probablemente serán ácidas.

               Cogió una y la probó.
               —Tienes razón, pero, aun así, están deliciosas. Hacía siglos que no comía fresas.
               Llegamos a la parte delantera del tren. No había rastro del maquinista y Henry se
           subió a la cabina.

               —¿Dónde  están  todos?  Si  esto  hubiera  sucedido  en  Estados  Unidos,  habría
           provocado un alboroto.

               Tiré de su pantalón para que bajara.
               —Retrasos como éste son muy habituales aquí. Deben de estar todos durmiendo,
           como estaría probablemente yo si no llega a ser porque el padre Khalid tenía ganas de
           hablar.

               —Me  gusta  ese  hombre.  —Pobre  e  ingenuo  Henry  Larrimer—.  Me  parece
           maravilloso que esté tan preocupado por el patrimonio copto.

               —Tonterías. Ya lo oíste admitir que nunca había estado en ese monasterio con
           anterioridad.
               —Sí, pero…

               —Lo que realmente le preocupa es que algunos de sus fieles se dejen convencer
           por  los  misioneros.  Su  interés  arqueológico  no  es  más  que  un  pretexto.  Si  insiste
           mucho en que están profanando un lugar sagrado y todo eso, tal vez consiga que se

           vayan. Yo no creo que funcione, pero le deseo suerte. Hay que hacer cualquier cosa




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