Page 101 - Las ciudades de los muertos
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Las nubes se han ido acumulando en el cielo durante toda la tarde y ahora éste luce
un tono gris oscuro. Las diferencias, tanto climáticas como geográficas o culturales
entre el delta y las tierras que se extienden río arriba, siempre me sorprenden, aunque
la mayoría de turistas parecen no darse cuenta. Henry ve vegetación por todas partes,
pero no parece valorarla, a pesar de los comentarios de la pasada noche. Tal vez esté
acostumbrado a una vegetación exuberante, no lo sé. Hay viñedos cerca del hostal y
huertos de mandarinos. Hay rosales silvestres en las calles, y centenares de rosas.
Como en la antigüedad, Egipto continúa siendo dos tierras diferentes.
Henry durmió mucho más rato que yo, así que salí a dar un paseo por el río. El
Nilo, aquí, es más estrecho y fluye con más lentitud; se bifurca cientos de veces antes
de encontrar el mar. A duras penas parece la misma agua que atraviesa Luxor.
«Aguas de la nada», solían llamar al Nilo los antiguos egipcios. Quizá tenían
razón.
Al volver al hostal, me encontré a Henry enfrascado en una conversación con el
padre Khalid que, según parece, estaba dispuesto a cumplir su palabra de cenar con
nosotros.
—Señor Carter, he reservado una mesa en el mejor restaurante de Benhà. Serán
ustedes mis invitados —era una afirmación más que una invitación, pero al fin y al
cabo es un sacerdote.
El restaurante daba al exterior por tres lados y, aunque en un día caluroso debía de
ser muy agradable, aquella noche el aire era húmedo y un desagradable viento
soplaba con fuerza, hasta el punto que los menús casi salieron volando de nuestras
manos. Luego empezó a llover, con gotas gruesas y pesadas, pero a pesar del mal
tiempo el restaurante estaba abarrotado y los clientes parecían estar pasando un buen
rato. Había músicos que, cuando el viento se llevó sus partituras, empezaron a
improvisar.
Henry encontró el lugar bastante desagradable.
—No tiene el ambiente adecuado para cenar.
—Esto es Egipto, señor Larrimer —Khalid mostraba una gran hospitalidad—.
Debería aprender a apreciarlo.
—¿Cómo puedo apreciar lo que se me escapa continuamente? —sonrió para
demostrar cuán irritado estaba, así que me decidí a intervenir e hice un comentario
banal sobre el menú. Al final, decidimos pedir una cazuela de pescado.
Antes de servirnos la comida, nos trajeron una botella de vino.
—Con los mejores deseos del caíd —nos explicó el camarero.
Khalid leyó la etiqueta.
—Chablis alejandrino. No debe apreciarnos mucho.
Poco después se acercó a nuestra mesa el propio caíd, un hombre alto, elegante y
atractivo de una treintena de años. Tenía unos profundos ojos oscuros, un espeso
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