Page 106 - Las ciudades de los muertos
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juego.
               —Estás inusualmente callado, Howard. ¿Te encuentras bien?
               —Me duelen los huesos por la humedad. Desearía estar de regreso en Luxor —no

           tenía sentido contarle lo que realmente me preocupaba.
               —Debería usted beber más vino —no le había pedido consejos a Khalid—. Le
           templa a uno el cuerpo, es la sangre de la tierra.

               No estaba de humor para hablar de cosas banales.
               —Vaya sentimiento más pagano.
               Atribis es la única ciudad a la que se llega por la carretera de más al norte de

           Benhà, aunque llamarla «carretera» es una exageración. En realidad, no es más que
           un camino un poco ancho en una zona boscosa. En el barro han quedado marcadas
           profundamente  las  huellas  de  las  carretas.  Un  gran  número  de  trabajadores  deben

           haber pasado por aquí recientemente. El camino serpentea a través de los naranjales y
           la fruta es el único color que rompe con el tono grisáceo de la mañana.

               Henry gimió.
               —¿Falta mucho?
               —Un par de kilómetros, señor Larrimer. Pronto llegaremos.
               De pronto, se oyó un ruido como de algo que se deslizaba y, a continuación, un

           chapoteo.
               —¡Una cobra! —gritó Henry, súbitamente tenso.

               Intenté tranquilizarlo.
               —No, no les gusta el agua. Probablemente será una rana.
               Pero, aun así, permaneció en tensión.
               De vez en cuando la carretera se ensanchaba en unos pequeños claros, en los que

           se  veían  latas  de  comida,  piedras  alineadas,  herramientas  rotas  y  cuerdas
           deshilachadas.  Incluso  había  piezas  de  ropa.  Yo  observaba  todo  aquello  con

           desespero.
               —Sea lo que sea lo que han estado haciendo aquí, les ha costado trabajo.
               En  uno  de  los  claros,  entre  la  basura,  encontré  una  esfinge  de  granito  muy
           estropeada,  de  unos  treinta  centímetros  de  alto.  En  uno  de  los  lados  había  una

           inscripción, casi invisible por la erosión. Saqué una lupa del bolsillo y me dispuse a
           leerla.

               —¿Puedes  descifrarla?  —Henry  observaba  la  inscripción  por  encima  de  mi
           hombro.
               —No estoy seguro. Es bastante antiguo. Esto es un serekh —reseguí su contorno

           cuadrado  con  el  dedo—.  Los  primeros  faraones  lo  usaban  como  los  posteriores
           utilizaban el cartucho, para enmarcar el nombre real.
               —No es más que un cuadrado.

               —No, esto es todo lo que queda de él. Un serekh es una representación estilizada




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