Page 108 - Las ciudades de los muertos
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como un colegial.
               —¡Howard, esto es maravilloso! ¡Estoy impaciente por empezar a excavar! —
           cogió a toda prisa la cámara que llevaba y le quitó la funda—. Quiero fotografías de

           todo esto.
               Khalid lo siguió, aunque más lentamente, para no perder su dignidad clerical, y
           observando a su alrededor para no perderse ningún detalle.

               —El monasterio está más allá del claro —señaló—. Detrás de aquellos árboles.
               —Después iremos hacia allí. Primero quiero ver todas estas cosas. ¡Howard! ¿A
           qué esperas?

               Permanecía  de  pie,  incapaz  de  moverme  o  de  hablar,  y  observaba  las  ruinas,
           primero  las  de  la  derecha,  luego  de  la  izquierda  y  luego  a  la  inversa.  A  mano
           izquierda había una amplia zona cuadrada, de unos treinta metros de lado, rodeada de

           árboles. Aquél debía ser el lugar, pero no había nada. Nada.
               —Henry.

               Se acercó a mí y dejó la cámara sobre una piedra plana.
               —¿Qué ocurre?
               —Henry, observa las ruinas, fíjate en ellas.
               —Yo…  —observó  los  restos,  confuso.  El  padre  Khalid  permanecía  a  unos

           veinticinco metros de distancia y una ligera brisa agitaba sus ropajes azules. Henry
           observaba de un lado a otro.

               —No lo comprendo. ¿Qué ocurre?
               —Piensa, Henry. Vinimos aquí por un motivo.
               —Claro que sí. Vinimos a… —de pronto, se dio cuenta y volvió a observar las
           ruinas de Atribis en busca de lo que yo había estado buscando; una expresión atónita

           crecía en su rostro. Al final, encontró la superficie cuadrada donde debía haber estado
           la pirámide.

               —No, no es posible. No hay nada, Howard, es imposible.
               ¿Por  qué  lo  habrían  hecho?  ¿Por  qué  habrían  deseado  destruir  una  cosa  así?
           Desperdigadas  por  el  suelo  había  centenares  de  piedras,  dispuestas  al  azar.  Aquel
           pensamiento me llenaba de amargura.

               —¿Qué  quieres  decir?  ¿Por  qué  es  imposible?  Tenían  hombres  suficientes  y
           tiempo de sobra… No era una gran pirámide y tenían a todos esos hombres de Benhà

           que trabajaban para ellos.
               Las nubes habían desaparecido por completo y el sol egipcio quemaba la piel. El
           suelo, húmedo, brillaba. Me sentía atontado. Intentaba creer que era imposible, que

           estaba en un error y que la pirámide se erigía en algún otro lugar, oculta entre los
           árboles, pero el hecho era cierto, era evidente. Me senté en una piedra, junto a la
           cámara  de  Henry,  y  oculté  la  cabeza  entre  las  manos.  Era  incapaz  de  continuar

           mirando aquello.




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