Page 100 - Las ciudades de los muertos
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más  cercano  a  las  ruinas  de  Atribis,  pero  no  le  gustó  su  «aspecto»,  así  que  nos
           pasamos más de hora y media buscando un alojamiento que le satisficiera. Al final,
           llegamos a otro que, a mi entender, era exactamente igual que el primero y, de hecho,

           ambos  propietarios  son  hermanos;  pero  Henry,  en  su  misterioso  estilo  americano,
           prefiere este lugar. Además, como está completo, nos vemos obligados a compartir
           una pequeña habitación.

               —Tengo hambre —Henry acababa de despertar justo cuando yo me disponía a
           hacer la siesta.
               —El mercado está lleno de comida deliciosa. Disfrútala.

               Observó a través de la ventana con expresión sombría.
               —No, no me apetece. ¿No hay restaurantes?
               —Están tan repletos como las calles.

               Suspiró.
               —¿Por qué teníamos que llegar justo en día de mercado?

               Me desperecé.
               —Tú eras quien estaba ansioso por salir de El Cairo.
               Aquello tampoco era del todo justo, ya que yo había conseguido que se sintiera
           asustado en la capital.

               No habíamos tenido más noticias del padre Khalid, que había salido del tren en
           cuanto éste se detuvo, tras despedirse cortésmente, y se había desvanecido entre la

           multitud. No tenía ni idea de adonde se había dirigido, ni dónde se alojaba, ni siquiera
           si intentaría ponerse en contacto con nosotros; pero los sacerdotes se complacen en
           actuar siempre con cierto aire de misterio. Ésa es su misión en esta vida.
               Mientras escribía estas notas, Henry desapareció y supuse que se habría ido a dar

           una vuelta por la ciudad, pero al cabo de un rato volvió a entrar, enojado.
               —Maldita  sea.  Le  di  a  un  chico  cincuenta  piastras  para  que  me  trajera  unas

           manzanas y se largó con el dinero. Maldita sea.
               Henry, Henry, Henry…
               —¿Hablaba inglés?
               —No, pero utilicé el lenguaje de los signos.

               —Ven, vamos a salir y te compraré lo que te apetezca.
               Sonrió, con aquella sonrisa americana tan ingenua que tan bien sabía hacer.

               —No puedo dejar que te mueras de hambre. Me sentiría culpable. Vamos.
               Le conseguí las manzanas, un poco de pan y queso, así como una taza de té con
           menta, y ahora duerme y ronca profundamente. Por fin conseguiré hacer la siesta. He

           estado bostezando durante más de una hora.
               Cuando salíamos del hostal, me pareció ver de reojo una cabeza rubia, una o dos
           manzanas más abajo. No estoy seguro, pero parecía Birgit Schmenkling.







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