Page 36 - Deepak Chopra - Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo.
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comida activa el condicionamiento inconsciente; la sensación repulsiva aflora de manera espontánea,
matando el apetito. Si la afección ha progresado a un punto extremo, el anoréxico queda
prácticamente paralizado, compelido por su viejo condicionamiento a morir de hambre, aun cuando la
comida sea abundante.
Todo médico oye la misma queja angustiada de quien padece un trastorno de alimentación:
«Tengo que actuar así; debo hacer lo que estoy haciendo.» Esta condena es una ilusión, pues se
pueden quebrar las ligaduras del condicionamiento. Mientras rija, empero, esta ilusión es abrumadora
por lo convincente; bajo su influencia, el mecanismo fisiológico del hambre se distorsiona en
respuestas anormales. El mismo mecanismo se aplica a nuestro tema: el envejecimiento. Dentro de
cada uno se oculta la convicción de que debe envejecer, la cual opera sobre nosotros con tanta
fuerza que nuestros cuerpos se adaptan a ella.
Cada vez que la posibilidad de elegir parece eliminada está operando alguna forma de ilusión.
Hace miles de años, Shankara, el más grande de los sabios indios, declaró: «La gente envejece y
muere porque ve a otros envejecer y morir.» Hemos tardado siglos en comenzar apenas a captar esta
extraordinaria agudeza. Como proceso físico, el envejecimiento es universal y, según todas las
apariencias, inevitable. Una locomotora de vapor no se desgasta hasta desarmarse porque vea a
otras locomotoras hacer lo mismo. El único condicionamiento que afecta a cualquier máquina es el
simple desgaste; ciertas partes se agotan antes que otras porque absorben mayor impacto o más
fricción. Nuestro cuerpo también absorbe el impacto y la fricción; diversos órganos y tejidos se agotan
antes que otros. El cuadro físico se parece tanto al desgaste mecánico que no logramos comprender
lo más profundo de la frase de Shankara: el cuerpo envejecido responde al condicionamiento social.
Hay sociedades en que la gente comparte estilos de condicionamiento muy diferentes y, por lo
tanto, envejece de muy distinta manera. En décadas recientes los antropólogos han descubierto con
sorpresa que muchos pueblos supuestamente primitivos son inmunes a las señales de
envejecimiento que Occidente ha aceptado desde hace mucho. S. Boyd Eaton, coautor de un libro
fascinante sobre la salud del hombre primitivo (The Paleolithic Prescription [«La receta paleolítica»]),
señala al menos veinticinco sociedades tradicionales de todo el mundo donde la enfermedad cardiaca
y el cáncer, dos dolencias desde hace tiempo asociadas con el envejecimiento, son casi des-
conocidas.
Estas sociedades son nuestro mejor campo de prueba para la hipótesis de que el envejecimiento
«normal» es, en realidad, una serie de síntomas nacidos de un condicionamiento anormal. Eaton cita
culturas nativas de muchos lugares (Venezuela, las islas Salomón, Tasmania y el desierto africano)
cuyos miembros disfrutan todos de baja presión arterial durante toda la vida. Esto es completamente
contrario a la tendencia de Estados Unidos y Europa occidental, donde casi todos experimentan
varios puntos de aumento en la presión sanguínea por cada década cumplida y uno de cada dos
ancianos debe ser tratado por hipertensión.
La sordera es otra característica de la senectud que las sociedades modernas han aceptado hace
tiempo como normal e inevitable. Hasta es posible que la sordera se esté iniciando aquí a edad más
temprana. En un estudio efectuado en Tennessee sobre alumnos universitarios de primer año, se
descubrió que el 60 por ciento presentaba ya una significativa pérdida de oído. Aproximadamente
veinticinco millones de estadounidenses adultos han perdido la facultad auditiva en una proporción
que los habilita a cobrar una pensión por incapacidad. Sin embargo, ciertas tribus de bosquimanos
que habitan en Botswana, así como los maabanes del sur de Sudán, no presentan pérdida
significativa de oído al envejecer.
De modo similar, aunque los niveles de colesterol tienden a aumentar con la edad en los países
industrializados, tribus tales como los hadzas de Tanzania y los indios tarahumaras, del norte de
México, rara vez superan una lectura de colesterol de 150; este nivel, que está 60 puntos por debajo
de la media estadounidense, protege con potencia a estos pueblos contra los ataques cardiacos
prematuros. Además, esos niveles bajos persisten durante toda la vida, mientras que en nuestra
cultura el colesterol tiende a subir, lenta pero firmemente, a medida que envejecemos.
Una amplia variedad de culturas ha logrado escapar a una o más de estas «enfermedades de la
civilización», nombre inadecuado, pues hay sociedades altamente civilizadas que también se
caracterizan por su buena salud. El cáncer de mama, que ataca a una de cada nueve
estadounidenses, es sumamente raro tanto en China como en Japón; el cáncer de colon, grave
amenaza para los hombres estadounidenses, tiene también muy poca incidencia allí, como en varias