Page 41 - Deepak Chopra - Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo.
P. 41
41
ritmos más débiles y frágiles.
Yo sabía que, bajo el fino velo de esa piel seca y arrugada, se llevaba a cabo una destrucción
invisible. Los vasos sanguíneos se endurecían; la presión se elevaba. Si hubiera podido hundir la
mano para tocar las tres arterias coronarias, casi con certeza habría encontrado una o más
engrosadas por las placas grasas. La aorta, arteria principal del cuerpo, estaría dura como un tubo de
plomo, endurecida por los depósitos de calcio, mientras que las delicadas arteriolas de la cabeza
parecerían tan finas que el menor contacto las haría deshacerse, provocando una apoplejía. También
las vértebras y los huesos de la cadera estarían tornándose delgados y quebradizos, listos para frac-
turarse si el hombre resbalaba en la escalera. En todo el cuerpo habría tumores ocultos, refrenados
sólo por el lento metabolismo de los ancianos, que retarda misericordiosamente la propagación del
cáncer.
Todo esto puede parecer una descripción ajustada, aunque lúgubre, del proceso de
envejecimiento, pero en realidad yo no examinaba a ancianos, sino a enfermos. Los médicos de toda
Norteamérica cometían el mismo error. Reducidos a tratar diversas enfermedades, olvidábamos
cómo es el envejecimiento cuando no se presenta ninguna enfermedad. Más aún: los pocos in-
vestigadores médicos que se interesaban por el proceso del envejecimiento tendían a trabajar en
hospitales de veteranos, como aquél en el que hice mi internado. Por definición, el envejecimiento
«normal» que ellos observaban era anormal: a las personas normales no se las hospitaliza. A nadie
se le ocurriría definir la niñez estudiando a los pacientes de un hospital de niños; sin embargo, en
general se definía la ancianidad de esa manera.
De la población total, sólo está internado un 5 por ciento de las personas mayores de 65 años, ya
sea en hospitales, asilos o instituciones para enfermos mentales. Resulta sorprendente que esta cifra
no sea significativamente mayor que entre los grupos de menos edad. Obviamente, existen muchos
motivos, aparte de la ancianidad, para que alguien termine internado. Esos lugares son depósitos de
personas viudas, carentes de hogar, alcohólicas, mentalmente incapacitadas o indigentes. El médico
no puede pasar un día en un típico hospital de gran ciudad sin que un coche de patrulla descargue
unos cuantos miserables indefensos, recogidos en la calle y destinados a convertirse en las
impersonales estadísticas que usan los investigadores para definir la vejez.
«Teme a la vejez —advirtió Platón hace más de dos mil años—, pues no viene sola.» Decía la
verdad. Lo que más nos aflige del envejecer no es, con frecuencia, la ancianidad en sí, sino las
enfermedades que la acompañan. En la vida salvaje son pocos los animales que mueren
simplemente por haber envejecido demasiado. Hay otros factores, tales como la enfermedad, el ham-
bre, la exposición a la intemperie y las acechantes fieras, que matan a la mayoría mucho antes de
que lleguen a la duración potencial de la vida. Si esta primavera observas a una bandada de
gorriones posada ante tu ventana, hacia la próxima primavera la mitad habrá muerto por causas
diversas. Por tanto, en la práctica importa poco que los gorriones puedan vivir más de diez años si se
los mantiene sanos y salvos en una jaula.
Entre las aves hay tiempos de vida largos (las águilas en cautiverio pueden vivir cincuenta años;
los loros, más de setenta), lo cual parece extraño, teniendo en cuenta lo acelerado de su metabolismo
y el veloz ritmo de corazón. Pero en el proceso del envejecimiento hay muy poca lógica. En sí, la
finalidad evolutiva del envejecimiento es una incógnita para los biólogos, puesto que la Naturaleza
tiene tantos otros medios para poner fin a la vida de un animal. Por ejemplo: la mortalidad está
incluida en el sistema de la competencia por el alimento. Algunos animales deben morir a fin de que
otros sobrevivan; de lo contrario, la supervivencia de los más aptos no tendría sentido. Entre los osos
y los venados, por ejemplo, durante la temporada de reproducción los machos pelean por el territorio;
cuando los más fuertes ganan el derecho a procrear con las hembras, también ganan el mejor
territorio, tierras donde abunda el alimento, mientras que los vencidos deben conformarse con suelos
mucho más pobres, donde muchos pasarán hambre y no tardarán en morir.
Si un animal silvestre tiene la suerte de sobrevivir hasta completar su tiempo de vida, su cuerpo no
será viejo simplemente: estará plagado de enfermedades. El cáncer, las dolencias cardiacas, las
arterias endurecidas, la artritis y la apoplejía hacen estragos entre las bestias envejecidas. Los leones
de edad avanzada sufren oclusión de las coronarias; las águilas viejas tienen cataratas. El
envejecimiento se mezcla hasta tal punto con otros factores que resulta muy difícil separarlo.
La misma confusión se produce entre los humanos. Aunque nos enorgullecemos de haber
escapado a las adversidades de la vida salvaje, los modernos rara vez morimos de vejez. En 1938, la