Page 19 - LA ODISEA
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Leah ya está andando para salir de la biblioteca y sujeta la puerta giratoria que da al parque de
las mil corbatas cuando se detiene teatralmente (ya te dije que a Leah le gusta la teatralidad; a
veces no se pone a declamar en público porque le da vergüenza, pero con sus padres sí lo hace)
y avanza hacia la bibliotecaria pisando con fuerza y convicción teatral.
Se planta con decisión delante de ella y dice:
—Muy bien, ¡alea iacta est!
Ya te dije que Leah sabía latín, aunque sea griega. Es verdad que lo están quitando de las escuelas
públicas, pero se puede seguir aprendiendo si uno quiere. En realidad todo es cuestión de que uno
quiera o no quiera. Y Leah ha decidido que quiere entrar en la sala prohibida.
Leah agarra su bufanda que ondea al viento como si fuera una toga romana en uno de
esos grandes momentos literarios que ha imaginado mil veces cuando leía sus libros preferidos
y en los que se convertía en Queequeg persiguiendo al cachalote Moby Dick, en una anguila
eléctrica molestando a un tigre que quería comerse a un hombre santo en Cuentos de la selva,
o cabalgando a lomos de Artax, sujetándose con fuerza a Atreyu para no caerse del caballo,
mientras iban a buscar a Bastian que se había convertido en un idiota engreído.
La bibliotecaria ya no sonríe tanto. Aunque la actitud de Leah sea como para partirse de risa
un poquito, sabe que está a punto de vivir una experiencia crucial en su vida. Una experiencia
que… Bueno, yo no lo sé, la verdad. Será mejor que acompañes a Leah en su viaje.
En realidad la sala prohibida es solo un cuarto. Leah no puede evitar decepcionarse un poco.
«Tanto rollo para esto», piensa. Ese cuarto es blanco, no huele a nada, está en completo silencio.
«Huele a silencio», piensa Leah, que a veces mezcla los sentidos cuando habla consigo misma. Las
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