Page 188 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker


                         —Venga, hijo —le dijo—; venga conmigo. Usted está en
                  fermo y débil y ha tenido muchas tristezas y muchos dolores,
                  asimismo como un desgaste de su fuerza que nosotros conoce
                  mos bien. No debe usted estar solo, pues estar solo es estar
                  lleno de temores y alarmas. Venga a la sala, donde hay una
                  buena lumbre y dos sofás. Usted se acostará en uno y yo en el
                  otro, y nuestra compañía nos dará cierto alivio, aun cuando no
                  hablemos, y aun en caso de que durmamos.
                         Arthur se fue con él, echando una nostálgica mirada al
                  rostro de Lucy, que yacía en su almohada casi más blanca que
                  la sábana. Yacía bastante tranquila, y yo miré alrededor del
                  cuarto para ver que todo estuviera en orden. Pude ver que el
                  profesor había realizado en este cuarto, al igual que en el otro,
                  su propósito de usar el ajo; todas las guillotinas de las ventanas
                  olían fuertemente a él. Y alrededor del cuello de Lucy, sobre el
                  pañuelo de seda que van Helsing le había hecho usar, había
                  tosca gargantilla hecha de las mismas olorosas flores. Lucy es
                  taba respirando un tanto estertorosamente y su rostro estaba
                  descompuesto, pues la boca abierta mostraba las pálidas en
                  cías. A la tenue e incierta luz, sus dientes parecían más largos y
                  más agudos de lo que habían estado en la mañana. En particu
                  lar, debido quizá a algún juego de luz, los caninos parecían más
                  largos y agudos que el resto. Yo me senté a su lado, y al poco
                  tiempo ella se movió inquieta. En el mismo instante llegó una
                  especie de sordo aleteo o arañazos desde la ventana. Fui silen
                  ciosamente hacia ella y espié por una esquina dela celosía.
                         Había luna llena, y pude ver que el ruido era causado
                  por un gran murciélago que revoloteaba, indudablemente atraído
                  por la luz, aunque fuese tan tenue, y de vez en cuando golpeaba
                  la ventana con las alas. Cuando regreso a mi asiento, vi que
                  Lucy se había movido ligeramente y se habían desprendido las
                  flores de ajo del cuello. Las coloqué nuevamente en su sitio lo
                  mejor que pude, y me senté, observándola.
                         Al poco rato despertó, y yo le di alimentos tal como los
                  había prescrito van Helsing. Sólo tomó unos pocos, y de mala
                  gana. Parecía que ya no estaba con ella su antigua inconsciente
                  lucha por la vida, y la fortaleza que hasta entonces había marca
                  do su enfermedad. Me sorprendió como un hecho curioso el que
                  en el momento de volverse consciente ella apretara las flores de
                  ajo contra su pecho. Ciertamente era muy raro que cuando quie
                  ra que ella entrara a ese estado letárgico, con respiración ester
                  tórea, tratara de quitarse las flores, pero que al despertar las



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