Page 262 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker


                         —Usted no me conoce —le dije—. Cuando haya leído
                  esos papeles, el diario de mi esposo y el mío propio, que yo
                  misma copié en la máquina de escribir, me conocerá un poco
                  mejor. No he dejado de expresar todos mis pensamientos y los
                  sentimientos de mi corazón en ese diario; pero, naturalmente,
                  usted no me conoce... todavía; y no puedo esperar que confíe en
                  mí para revelarme algo tan importante.
                         Desde luego, es un hombre de naturaleza muy noble; mi
                  pobre Lucy tenía razón respecto a él. Se puso en pie y abrió un
                  amplio cajón, en el que estaban guardados en orden varios cilin
                  dros metálicos huecos, cubiertos de cera oscura, y dijo:
                         —Tiene usted razón. No confiaba en usted debido a que
                  no la conocía. Pero ahora la conozco; y déjeme decirle que debí
                  conocerla hace ya mucho tiempo. Ya sé que Lucy le habló a
                  usted de mí, del mismo modo que me habló a mí de usted. ¿Me
                  permite que haga el único ajuste que puedo? Tome los cilindros
                  y óigalos. La primera media docena son personales y no la ho
                  rrorizarán; así podrá usted conocerme mejor. Para cuando ter
                  mine de oírlos, la cena estará ya lista. Mientras tanto, debo leer
                  parte de esos documentos, y así estaré en condiciones de com
                  prender mejor ciertas cosas.
                         Llevó él mismo el fonógrafo a mi salita y lo ajustó para
                  que pudiera oírlo. Ahora voy a conocer algo agradable, estoy
                  segura de ello, ya que me va a mostrar el otro lado de un verda
                  dero amor del que solamente conozco una parte...
                                  Del diario del doctor Seward

                         29 de septiembre. Estaba tan absorto en la lectura del
                  diario de Jonathan Harker y en el de su esposa que dejé pasar el
                  tiempo sin pensar. La señora Harker no había descendido toda
                  vía cuando la sirvienta anunció que la cena estaba servida.
                         —Es probable que esté cansada. Será mejor que retra
                  semos la cena una hora —le dije, y volví a enfrascarme en mi
                  lectura.
                         Acababa de terminar la lectura del diario de la señora
                  Harker cuando ella entró al estudio. Se veía muy bonita y dulce,
                  pero un poco triste, y sus ojos estaban un poco hinchados, signo
                  inequívoco de que había estado llorando. Por alguna razón, eso
                  me emocionó profundamente. Unos instantes antes había tenido
                  yo mismo ganas de llorar, ¡Dios lo sabe!; pero el alivio que las




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