Page 320 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker


                         Renfield no respondió por el momento y miró en torno
                  suyo, arriba y abajo, como si esperara obtener alguna inspira
                  ción para responder.
                         —¡No quiero almas! —dijo en tono débil y como de ex
                  cusa.
                         El asunto parecía ocupar su mente y decidí aprovechar
                  me de ello... a ser "cruel sólo para ser bueno". De modo que le
                  dije:
                         —A usted le gusta la vida, ¿quiere la vida?
                         —¡Oh, sí! Pero, eso ya está bien. ¡No necesita usted
                  preocuparse por eso!
                         —Pero —inquirí—, ¿cómo vamos a obtener la vida sin
                  obtener el alma al mismo tiempo?

                         Eso pareció sorprenderlo, de modo que desarrollé la
                  idea:
                         —Pasará usted un tiempo muy divertido cuando salga
                  de aquí, con las almas de todas las moscas, arañas, pájaros y
                  gatos, zumbando, retorciéndose y maullando en torno suyo. Les
                  ha quitado usted las vidas y debe saber qué hacer con sus al
                  mas.
                         Algo pareció afectar su imaginación, ya que se cubrió los
                  oídos con los dedos y cerró los ojos, apretándolos con fuerza,
                  como lo hace un niño cuando le están lavando la cara con jabón.
                  Había algo patético en él que me emocionó; asimismo, recibí
                  una lección, puesto que me parecía que había un niño frente a
                  mí..., solamente un niño, aunque sus rasgos faciales reflejaban
                  el cansancio y la barba que aparecía sobre sus mejillas era
                  blanca. Era evidente que estaba sufriendo algún proceso de
                  desarreglo mental y, sabiendo cómo sus estados anímicos ante
                  riores parecían haber interpretado cosas que eran aparentemen
                  te extrañas para él, creí conveniente introducirme en sus pen
                  samientos tanto como fuera posible, para acompañarlo. El pri
                  mer paso era el de volver a ganarme su confianza, de modo que
                  le pregunté, hablando con mucha fuerza, para que pudiera oír
                  me, a pesar de que tenía los oídos cubiertos:
                         —¿Quiere usted un poco de azúcar para volver a atraer
                  a sus moscas?






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