Page 393 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker
—¡Estamos todos juntos aquí, libremente, quizá por úl
tima vez! Ya lo sé, querido; ya sé que tú estarás siempre conmi
go, hasta el fin —eso lo dijo dirigiéndose a su esposo, cuya
mano, como pudimos ver, tenía apretada—. Mañana vamos a
irnos, para llevar a cabo nuestra tarea, y solamente Dios puede
saber lo que nos espera a cada uno de nosotros. Van a ser muy
buenos conmigo al aceptar llevarme. Sé lo que todos ustedes,
hombres sinceros y buenos, pueden hacer por una pobre y débil
mujer, cuya alma está quizá perdida... ¡No, no, no! ¡Todavía no!
Pero es algo que puede producirse tarde o temprano. Y sé que
lo harán. Y deben recordar que yo no soy como ustedes. Hay un
veneno en mi sangre y en mi alma, que puede destruirme; que
debe destruirme, a menos que obtengamos algún alivio. Amigos
míos, saben ustedes tan bien como yo que mi alma está en jue
go, y aun cuando sé que hay un modo en que puedo salir de
esta situación, ni ustedes ni yo debemos aceptarlo.
Nos miró de manera suplicante a todos, uno por uno,
comenzando y terminando con su esposo.
—¿Cuál es ese modo? —inquirió van Helsing, con voz
ronca. ¿Cuál es esa solución que no debemos ni podemos acep
tar?
—Que muera yo ahora mismo, ya sea por mi propia
mano o por mano de alguno de ustedes, antes de que el mal sea
consumado. Tanto ustedes como yo sabemos que una vez
muerta, ustedes podrían liberar mi espíritu y lo harían, como lo
hicieron en el caso de la pobre y querida Lucy. Si fuera la muerte
o el miedo a la muerte el único obstáculo que se interpusiera en
nuestro camino, no tendría ningún inconveniente en morir aquí,
ahora mismo, en medio de los amigos que me aman. Pero la
muerte no lo es todo. No creo que sea voluntad de Dios que yo
muera en este caso, cuando todavía hay esperanzas y nos es
pera a todos una difícil tarea. Por consiguiente, por mi parte,
rechazo en este momento lo que podría ser el descanso eterno y
salgo al exterior, a la oscuridad, donde pueden encontrarse las
cosas más malas que el mundo o el más allá encierran.
Guardamos todos silencio, ya que comprendíamos de
manera instintiva que se trataba solamente de un preludio. Los
rostros de todos los demás estaban serios, y el de Harker se
había puesto pálido como el de un cadáver; quizá adivinaba,
mejor que ninguno de nosotros, lo que iba a seguir.
La señora Harker continuó:
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