Page 23 - Cuentos del derecho… y del revés. Historias sobre los derechos de los niños
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—¿Cómo les fue ayer en el puesto, señora García? —le preguntaba Lui para

               empezar. La abuelita no era muy amiga de esas conversaciones, y sus respuestas
               rara vez incluían más de dos o tres palabras. Jimena solo hacía cara de “Ya
               empezó esta otra vez con sus pláticas” y seguía comiendo su desayuno.


               Sí, casi siempre las conversaciones eran iguales, menos la vez que Lui le
               preguntó a la abuelita de Jimena que si tenía novio y esta le contestó que era una
               pregunta estúpida. Lui le dijo que no lo era, que su Lali había conseguido un
               novio por internet, que vivía en España y se mandaban cartas por correo
               electrónico todos los días.


               —Si no me cree, le puedo enseñar alguna, me quedé con la clave del correo de
               Lali. —La abuelita de Jimena la miró con un poco más de interés—. Pero nomás
               una, ¿eh? Nadie ha visto esas cartas. No es que fuera un gran secreto, pero ella
               me contaba todo solo a mí.


               —¿Ves? Aprende. Tú a mí nunca me cuentas nada —Jimena le dirigió el
               reproche a su abuela y Lui no supo si era en serio o era broma. Por el tono,
               parecía broma. Por los ojos tristes de Jimena, quizá no lo fuera.


               También cambió la mecánica de la conversación aquel otro domingo, cuando la
               respuesta a cómo les había ido en el puesto no fue el parco y habitual bien, sino
               un escandaloso mal, que dijo la abuela antes de soltar el relato de cómo aquellos
               bastardos infelices de la judicial llegaron al mercado y se llevaron la mercancía
               de muchos compañeros; tuvimos que levantar todo y correr como locas, ¿y todo
               para qué? ¿Tú crees que sirve de algo? ¡Lo han de vender o se lo han de regalar a
               su madre!


               Lui escuchó boquiabierta y al día siguiente le preguntó a la señorita Paloma qué
               quería decir bastardos.


               —¿Por qué me preguntas eso? —preguntó a su vez la señorita.


               —Porque no sé lo que quiere decir.


               La señorita Paloma le dio una respuesta que le hizo pensar que no estaban
               hablando de lo mismo. ¿Cómo iba a saber la abuela de Jimena si esos judiciales
               que habían arrasado con los puestos del mercado conocían a sus papás?


               Un viernes, poco después de las ocho de la noche, sonó el timbre con insistencia.
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