Page 149 - Fantasmas, espectros y otros trapos sucios
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—Sí, pero primero saluden al tío —asentí—. Vengan conmigo.
Recorrí la casa junto a mis padres, pero no encontramos al tío. ¿Se había
escondido en un baúl? Tal vez se metió a un guaje…
—Creo que no quiere salir —dijo mi mamá muy suavemente.
—Tal vez no quiere ser molestado —agregó mi padre con otro tonito similar.
—Me creen, ¿verdad? —pregunté molesto.
—Claro que sí, querido… —repuso mi madre.
Mi padre asintió y me dio palmaditas en la cabeza.
Al día siguiente estaba sentado en el consultorio de una psicóloga. Estaba
furioso, primero con mis padres por mandarme allí, y después con el tío Chema.
¿Por qué me dejó solo haciendo el ridículo? ¿Qué le costaba haber aparecido un
ratito para saludar a mis papás?
Convenientemente la psicóloga no tocó el tema de los fantasmas y en cambio dio
un discurso larguísimo sobre la muerte de los seres queridos, que los extrañamos
tanto que algunas veces nos parece que están cerca y hasta los oímos. Yo le di la
razón, le dije que era una psicóloga excelente que merecía el premio Nobel, y no
conté nada de mi tío Chema, capaz de que al día siguiente me ponía un
sombrerito de Napoleón y me mandaba directito a un manicomio.
Después de cuatro sesiones en las que reconocí que no vi nada misterioso en la
casa, la psicóloga llegó a la conclusión de que no necesitaba ningún sombrerito.
—Lo sabía —dijo mi papá más tranquilo—. Ahora sigamos con los pendientes.
A lo que mi papá se refería con “pendientes” era a los castigos por decir
mentiras. Mi madre no me dio mesada durante un mes y me prohibieron
terminantemente ir a la casa del tío Chema. De todos modos, en un receso de la
escuela, visité la casona. Me urgía ver a mi tío para aclarar algunas cosas.
Me encontré la casa cerrada, con una gruesa cadena alrededor de la reja de la
entrada, además, todas las ventanas tenían candado. Llamé a la puerta, grité
desde el jardín, arrojé piedritas a la ventana… nadie respondió.