Page 49 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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Tania y yo nos miramos. Por un momento quise hablar acerca de nuestro plan,

               pero se me ocurrió que si comentaba algo, tal vez las mujeres votarían de nuevo
               si dejaban salir a Mario y no convenía arriesgarse.

               La hermana de Mario nos sirvió un poco más de mole. Tania intentó detenerla

               con el pretexto de que ya no tenía hambre, pero las tías de Mario replicaron lo
               que todas las tías dicen, sin importar si son tus tías o no: “Estás muy delgada”,
               “¿cómo vas comer tan poco?” o “esta niña necesita proteínas”, así que mi amiga
               tuvo que comer un poco más de ese platillo que seguramente veía más asqueroso
               que el puchero que le dan en la cárcel a los peores presos.


               Y una vez que todos tuvimos un poco más de mole de olla, la hermana de Mario
               se quejó:


               —Es increíble que nosotras tengamos que hacer el trabajo de los hombres, ¿por
               qué no pueden hacer algo?


               —Todo es por nuestro sello —dijo la tía Miranda.

               —Por nuestro nacimiento —aclaró la tía Estela.


               —Como si nacer dependiera de uno —concluyó la hermana de Mario.


               Entonces, mientras mi amigo y yo terminábamos nuestro plato, las mujeres
               discutían, y Tania sufría haciendo pequeños pedazos de la carne con el tenedor y
               bebía el mole (aguantando la respiración para soportar el asco), me puse a pensar
               en eso del nacimiento. Mamá me lo había contado alguna vez.


               Nuestro sello siempre tenía que ver con nuestro nacimiento. Si una mujer
               hablaba todo el tiempo con su bebé en el vientre, la niña acababa por
               comunicarse con el pensamiento, como le pasó a mamá. Si a una mujer le decían
               que iba a tener gemelas y la familia sólo podía mantener a un bebé, las niñas

               terminaban fundiéndose en un solo cuerpo, como le había pasado a Laura y a
               Tania. Del origen de mi sello no estaba segura, pero siempre me había imaginado
               que un remolino soplando en todas direcciones había entrado al cuarto de mi
               mamá cuando estaba por darme a luz. Ella no lo recordaba pues estuvo
               anestesiada en el parto.


               Yo pensé entonces que era muy extraño que sólo las mujeres hubiéramos tenido
               estos nacimientos. ¿Por qué a ningún hombre le había pasado algo que le hiciera
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