Page 50 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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tener un sello? Ningún hombre en el pueblo hablaba con los pájaros, veía a

               través de las paredes o conocía el pasado de una persona sólo con tocarle la
               mano, como la abuela de Mario. ¿Por qué?

               Oí decir a la tía Estela entonces:


               —En algunas culturas indias, cuando los niños nacen, el nombre que les ponen
               es el de la primera cosa que ve la madre; por eso les podían llamar con nombres
               tan bonitos como Lluvia de Verano, Ciervo Saltando o Abeja Solitaria.


               —Eso sería terrible en este pueblo y en esta época: imagínate llamar a tu hijo
               Televisión Encendida, Papel Higiénico o Cuenta de Hospital —comentó la otra
               tía.


               Todos reímos, excepto Tania que seguía sufriendo con su plato.


               —Al menos nunca hemos tenido un sello vergonzoso.


               Entonces pasó algo que, según sabía, ocurría con tanta frecuencia como una
               granizada en el desierto: la abuela de Mario, desde su gran silla de alto y vistoso
               respaldo, habló:


               —Hace cien años, una mujer que esperaba a un hijo tenía un esposo desalmado
               que la golpeaba con frecuencia. Ella, cansada de esa vida, escapó de su casa. Las
               mujeres querían acogerla, pero sus esposos no las dejaban. Sin esperanzas a la
               vista, la mujer decidió huir al desierto. Quería morir entre las dunas y que su hijo
               muriera con ella. Por tres meses no se supo más, todos la creían muerta. Pero un
               día regresó. Llevaba en sus brazos a una niña; la primera mujer con un sello.

               Desde ese día todas las niñas de esta región nacieron con un sello. Y desde
               entonces no estamos tan desamparadas y ningún hombre nos ha vuelto a poner
               una mano encima con violencia. Esto pasó en la época en que los hombres
               fueron despedidos de las fábricas por no trabajar. Por eso nos odian, porque no
               han podido maltratarnos otra vez como a aquella mujer.


               Todos nos quedamos callados. Yo no sabía esa leyenda y me aterrorizó pensar en
               ese odio de los hombres. Entonces la tía Estela inquirió preocupada:


               —¿Qué les habrá pasado a nuestras amigas? La abuela profirió algo que hizo
               callar todos nuestros pensamientos:
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