Page 83 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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               ERA UNA SUERTE que ya no tuviera fiebre; de cualquier modo, me llevé una
               cantimplora con agua y un sombrero de playa de mamá (que nunca usaba porque

               nunca íbamos a la playa), para protegerme del sol, que para nuestra suerte ahora
               estaba oculto —y seguramente furioso— detrás de unas grandes nubes.

               Casi habíamos llegado a la parada de la ruta 23 y en todo el camino no habíamos

               pronunciado una sola palabra entre nosotros. Tal vez estábamos demasiado
               preocupados por no toparnos con alguien que nos impidiera llegar a nuestro
               destino. Los cuatro caminamos uno al lado del otro. Casi cualquiera que nos
               hubiera visto hubiera podido pensar que éramos amigos que no se hablaban por
               la gran confianza que se tenían, pero la verdad era todo lo contrario. Yo, al
               menos, estaba muy tensa. Nunca habíamos compartido con el Bicho más allá de
               un pueblo, un salón de clase y una maestra. Compartir un camino era demasiado
               para mí. Sobre todo cuando vino a mi memoria ese castigo que me dieron por su
               culpa. Recordé cuando me sentí como un forajido del Viejo Oeste caminado por
               esas calles abandonadas, mientras ahora me parecía que era uno de esos
               buscados por la ley con el letrero en mi cara de “Se busca. Viva o muerta.
               Integrante de la banda de los Escorpiones sin Alas. Un millón de pesos de
               recompensa”. Y entonces me dio vergüenza y hasta creo que me alejé un paso

               del Bicho. Lo curioso es que no habíamos desconfiado de él. Había sido tan
               sincero al hablar de su abuela que ni siquiera imaginamos que pudiera estar
               tendiéndonos una trampa, como se esperaría de alguien cuyo mayor deseo en la
               vida era convertirse en asaltante de diligencias (como lo había escrito en una
               composición de la escuela).


               Y afortunadamente no nos equivocamos.


               Al llegar a la parada, el hospital ya no me pareció un barco: esta vez me parecía
               una montaña negra, llena de odio, como un volcán. Cualquiera sabe que muchas
               cosas negras o rojas están llenas de odio, como los carbones, que son piedras con
               tanta furia que acaban por arder y asar carne en una parrillada familiar, o como
               las arañas negras, que son las más venenosas.


               Viéndolo otra vez, me puse a pensar que el edificio tal vez sí parecía un barco,
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