Page 86 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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cazar como si se tratara de peces en un acuario). Estaba en eso de sentirme
estúpida, cuando escuché el grito del Bicho:
—Hallé una.
Todos corrimos hasta donde estaba el líder escorpión. Vimos la pequeña pulsera
en sus manos. La examinamos como si fuera el brazalete de diamantes de la
reina de Inglaterra. Era una pulsera igual a la otra, pero con una diferencia: en
las cuentas blancas decía “Abraham”.
¿Qué podía significar? Todavía no había respuesta a esa pregunta tan profunda.
Estábamos tan excitados por el hallazgo que nos dispersamos, seguros de
descubrir más pulseras.
Al cabo de una hora habíamos sacado otras pulseras, todas con nombre
diferentes: “Abraham”, “Luis Alberto”, “Bernardo José”, “Delfino” y “Jesús”.
Nos sentamos bajo la sombra que el hospital proyectaba, una sombra tan negra y
tan amenazadora como el edificio, y que daba una sensación de frío invernal
muy rara, como el abrazo de un fantasma (así me imaginaba que se sentiría estar
en los brazos de un espectro), pero que al menos nos protegía de un sol furioso
que había vuelto a aparecer detrás de varias nubes navegantes.
Miramos las pulseras, las examinamos una y otra vez. Y una y otra vez nos
preguntamos qué podrían significar.
No parecían tener nada de particular... Lo único que encontramos fue algo que
dijo Tania:
—Yo no veo nada, lo que es más, hay seis pulseras y siete desparecidas.
Buscamos la pulsera faltante que suponíamos debía estar por ahí, pero no dimos
con ella.
El Bicho, dando una señal de inteligencia, tan extraña para nosotros como sus
lágrimas y su capacidad de cooperar, dijo:
—Tenemos que ir con la maestra Brenda.
Todos nos miramos. Estábamos de acuerdo. No dijimos nada y sin embargo nos
entendimos (como los forajidos del Viejo Oeste).