Page 90 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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—No sabía. Perdona.
Yo mientras tanto repasaba: Bernarda Josefina y Bernardo José. Era demasiado
para ser coincidencia. De seguro los papás de la abuela del Bicho debieron ser de
esos que si no podían llamar al bebé Alfredo, porque era una niña, la llamaban
Alfreda; y si no lo podían llamar Mateo, la llamaban Matea, aunque sonara
horrible.
Mario, que se veía muy ansioso y preocupado, preguntó:
—Pero no entiendo en qué forma puede relacionarse todo, maestra.
—Hay una forma y la tienen frente a sus ojos.
Por un momento no entendí a qué se refería, pero en cuanto levanté la mirada lo
entendí.
El viejo hospital. Todas las desaparecidas debían de haber nacido en ese lugar.
—Hasta mi tía Frida nació aquí... —dijo la profesora—. El hospital debía tener
preparadas dos pulseras para cada bebé: una azul por si el recién nacido era niño
y otra rosa por si el bebé era niña —tomó las pulseras que sostenía Tania y las
juntó con las que ya tenía —. Éstas son las pulseras que nunca se usaron.
Sentí como si me inyectaran un extraño miedo en la sangre que me recorría todo
el cuerpo. Casi pude jurar que el edificio nos escuchaba y que intentaba
hablarnos con un murmullo que se transformaba en un llanto de bebé y en una
voz que decía palabras en otro idioma. Creí verlo ponerse más negro, con ganas
de explotar.
La maestra me tomó del hombro y me dijo:
—Voy a necesitar tu ayuda y la de tu prima —después miró a los demás y
continuó—, y la de todos ustedes.