Page 95 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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miraba en un lugar escondido de su pasado y sus recuerdos.


               —Hubiera sido un gran futbolista... de haber nacido él en lugar de ella.


               —¿Quién es él?


               —¿Cómo quién? —dijo el viejo, regresando a su presente con cucarachas y
               platos sin lavar—. Mi hijo Abraham, el que realmente debió nacer. Esa idiota
               doctora dijo que sería niño y yo le creí.


               En ese momento sentí un gran alivio como el que te hacer tener la chicharra que
               anuncia el fin del último día de clases. Ya teníamos lo que queríamos saber.
               Decidí que no tenía por qué aguantar lavar ni siquiera un tenedor más, así que
               dejé resbalar de mis manos la taza que estaba lavando. La pieza se rompió, no en
               mil pedazos, pero sí en los suficientes como para que el mismo viejo tuviera que
               tomar una escoba y barrerlos (si es que no quería cortarse el día que decidiera
               dejar su sofá y caminar por ahí).


               El anciano se puso de pie. Tal vez nunca se había levantado tantas veces en un
               solo día. Y me gritó.


               —Niña tonta, ahora vas a tener que limpiar toda mi casa como castigo.


               —¿Por qué no la limpia usted con su hijo el futbolista?


               Y sin permitirle reaccionar, a lo que seguramente llamaría “una insolente
               pregunta”, le aventé la escoba mientras salía corriendo de ahí. Todavía el hombre
               hizo un intento de alcanzarme, pero Jujú lo empujó para que cayera de nuevo en
               su asiento.


               El Bicho me alcanzó de inmediato. Yo estaba cien veces más molesta que
               cuando mamá me castigó por lo del tendedero y como quinientas veces más
               furiosa que cuando no pude ir a la fiesta de cumpleaños de Laura-Tania porque
               me había dado una gripa terrible.


               Justino Juárez tuvo que detenerme gritándome con fuerza:


               —¡Espera!


               —¿Qué quieres, tú? —dije, todavía hirviendo como una tetera abandonada en la
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